miércoles, 16 de diciembre de 2009

Cuentas pendientes

A mis amigos conurbanenses, podris, a todos los hombres y mujeres sensibles del oeste, y al colectivo de El Río sin orillas, que escribió tan interesantes pensamientos, y de paso me recordó que me quedaba tinta en el tintero.

Tal vez tenía que pasar un tiempo, digamos, había que esperar a que se asentara el golpe. O como siempre, tenía que desoír algunos cuestionamientos más. ¿Por qué, si subo siempre al blog tantas bolud…por qué había omitido, seguramente, lo más importante que me pasó en el año? Considerando, claro, como importantes aquellas circunstancias en las que por poco no la contás, o quedás medio pelotudo, o con algo menos (como un ojo, o media dentadura, o alguna función cerebral).
Y no, lo omití deliberadamente, eso de que a la piba que escribe en veredas rotas lo que se le rompió fue la frente, el bocho, la capocha, y contra las vías del Sarmiento, y sí, también bastante lejos de casa.
Omití narrar tal vez uno de los hechos más narrables en lo que viví del año, el golpe por querer hacerme la lumpen (y el tren me explicó que no, que una cosa, como dicen los chicos, es tener amigos y hermanos por el conurbano, y otra cosa muy distinta es ser realmente una chiquita del conurbano), por querer saltar así como lo hizo el Pancho, por no animarme, y hacer todo ese movimiento extraño que hice, y que sólo puede reproducir verbalmente la maga.
No conté que el golpe fueron dos segundos, que me levanté en seguida, y que la frente me dolía tanto que sentía que me faltaba un pedazo de hueso. Cómo no contar ese viaje hasta el hospital con un cacho de Página ½ en la herida que Pancho me puso para que no saliera tanta sangre. Y después, el Panchito corriendo de acá para allá para que me atendieran en el hospital de Moreno, el Gonza que cada tanto me abrazaba para que no me derrumbara, la maga comprándome una golosina en un kiosco de afuera, esperando para recibirme con su ternura de siempre cuando en algún momento saliera de la sala de guardia. Y yo, que no me permití caer casi, que me guardé las lágrimas porque lo urgente era hacer algo con la herida (además de que para mi extraño razonamiento, a mí se me había partido el cráneo), que no quise asumir toda esa sangre en la cara y empecé a limpiarme frenéticamente con las gasas, mientras me imaginaba que la caja se había salvado milagrosamente (y la caja, como todo lo que venía con ella, como tantas otras cosas… se había hecho pelota).
Pero los chicos y yo sabemos que tal vez el golpe más duro no fue el que me abrió semejante tajo en la capocha. Mi golpe no era nada. Es decir, era algo, pero en relación con todo lo que vimos en esas horas de espera, de radiografía, y de esperar de nuevo a que me cosieran, realmente, lo mío no era nada. Un padre esperaba parado con el nene de un añito en los brazos, casi adormecido, con un alambre que le atravesaba la lengua. Una mujer inconciente en una camilla recibía las cachetadas suaves pero desesperadas del novio o el marido, que la quería despertar para preguntarle qué había tomado. Un nene con una herida en el pie que empezaba a hacerse gangrena, el mismo nene al que me surgió acercarme y acariciarlo cuando el médico le clavó una inyección en la herida infectada, porque en ese momento todos habían olvidado que después de todo no era más que un niño, y además de pincharlo era necesario que alguien lo calmara, lo acariciara, le dijera que ya iba a pasar, que después de eso no le iba a doler más nada. ¿Qué más? Tipos todos ensangrentados, ya no recuerdo mucho más, los chicos sí, el Gonza y Pancho, que me cuidaban mientras presenciaban igual que yo todo eso junto. El médico, sangre fría, que pensábamos que era cubano y al final era colombiano, iba para todos lados atendiendo. Y resulta que era cirujano plástico y tuvo la gentileza de coserme con la plástica, y no a lo matambre. Después, mientras me cosía, una chica de dieciséis años hablaba con la enfermera para atenderse porque se había hecho mal un aborto. Y ya ahí, en las finales de la aventura, escuchando eso, pensaba que ya era suficiente por ese día.
Salimos del hospital, y la maga con su chocolate y su ternura. Y yo, que no quería saber más nada, que me dolía la cabeza, no sé si por el golpe o por todo lo que había visto y escuchado en esas horitas.
La cosa nos había salido mal. La idea de irnos a pasear, el pasaje no pagado que lo pagamos caro, y yo con la cabeza rota. Pero de eso ni hablábamos. Solamente hablábamos de los nadies, de los que todos los días pueden caer en un hospital público, no por hechos circunstanciales, sino porque no tienen otro lugar para ir. Los que se cortan y llegan al hospital caminando porque no pueden pagar un remís. Los que van cuando ya está todo demasiado avanzado, cuando el dolor ya no se aguanta más, cuando la salud es apenas una alternativa y no la más esperada. Nosotros habíamos estado ahí, y aunque la herida de mi frente existía, se podía ver y tocar, sabíamos que no era nada. Que lo grave, lo irremediable, es esa otra realidad, la de los ignorados por toda la sociedad, los que se mueren de cualquier forma porque no tienen ni seguro médico, ni obra social, ni tu tía. Los que desde el vamos no tienen chance. Y yo usaba la gasa para limpiarme la cara, la misma gasa que en ese hospital habrá faltado más de una vez. Yo, que no tuve que esperar demasiado para que me atendieran, digamos la verdad (además de que Pancho rompió las bolas todo lo que pudo), porque me vieron blanquita. Los morochos, negros, cabecitas, o como quieran llamarlos, en general, son casi invisibles. Y ni se quejan, ni se los escucha. Viven acostumbrados a no ser vistos, a no tener, a no esperar. Viven lo que pueden y como pueden, hasta que se mueren, de dengue, de sida, de cáncer, de gripe, de infecciones, de lo que sea. Se mueren, y nadie lanza habeas corpus por ellos, nadie hace protestas ni juicios ni cuestionamientos severos. Son el porcentaje estable de pobres, de indigentes, ese que hace horrorizar a los señores y las señoras “bien” cuando sube más de lo esperado.
Sí, tenía que esperar un poco para escribir tal vez una de las pocas cosas que valen la pena ser narradas de este año. Después, las ausencias, las ilusiones que se rompieron junto a mi caja, las decepciones, el cansancio, las batallas perdidas… contarlos no vale la pena.
Tal vez sí valga tratar de hacer visible lo invisible por medio de mi escritura. Recordar junto a los que leen que en ese tren que me marcó hay gente que viaja todos los días, que lucha por sobrevivir, que no busca ni cree en un sueño fútil de progreso sino que la pelea para tener un plato de comida cada día, nada más. Que, no porque aceptemos una ceguera colectiva, la miseria va a dejar de existir. Que mientras nosotros los negamos, ellos, los nadies, siguen naciendo, viviendo y muriendo de la única forma que pueden.

Quería cerrar el año con esto, una cuenta que tenía pendiente.

martes, 17 de noviembre de 2009

Nosotros y la ortografia (Causas y consecuencias de los errores ortográficos de nuestras vidas)

Ponencia presentada en La Sorbona, en ocasión de la invitación efectuada por la cátedra Semiología de los hechos intrascendentes.

Presentación a cargo de la flamante escritora Ana Paula Marangoni:

Mientras muchas mujeres y muchos hombres creen que no han encontrado aún la pareja perfecta por cuestiones meramente sentimentales, les recomendamos que lean atentamente y que difundan la investigación realizada por la doctora Peralta, licenciada en Lingüística y doctora en Sociología, quien actualmente dicta el seminario “Gramática de las relaciones amorosas” aleatoriamente en las universidades de Harvard, Yale y Oxford.
La doctora ha realizado una minuciosa investigación en la que se descubren formas absolutamente erróneas de tratar el vínculo entre el hombre y la mujer. Hallar la media naranja, el amor de la vida o la horma del zapato, no depende del signo zodiacal que nos guíe, ni de la gravedad de nuestro Edipo, ni del color del aura, ni del sutil trabajo de alfileres que nos hizo un ex despechado (Ver Diccionario de ex, de mi autoría). Ni siquiera depende de las afinidades basadas en códigos culturales, conocimientos comunes o experiencias compartidas.
El problema por el que es tan difícil que hombre y mujer concreten una vida llena de felicidad y perdices es (y presten mucha atención) ortográfico. Sí, señores, netamente ortográfico.
El gran descubrimiento de la doctora es que no sólo las palabras, sino también las personas se clasifican según su acentuación: hay entonces personas agudas, graves, esdrújulas y sobreesdrújulas.
No dilato más mi introducción, y le doy la palabra a ella, eminencia en acentos humanísticos.
(Aplausos)

Palabras de la doctora Peralta:

Ante todo, me gustaría comenzar agradeciendo el espacio que bondadosamente me han cedido para exponer esta revolucionaria teoría, y la maravillosa presentación a cargo de la colega Marangoni. Sin más, vayamos al grano.
Muchos de nosotros en algún momento de nuestras vidas nos hemos preguntado para qué nos sirve aprender a clasificar palabras de acuerdo al incierto lugar en el cual recae una insignificante rayita que hemos dado en llamar tilde o, sencillamente, de acuerdo a la fuerza con que nuestras cuerdas vocales profieren una determinada sílaba. Pues bien, la presente investigación, basada en los fehacientes datos aportados por filósofos desocupados que duermen a las puertas del MIT (Massachussets Institute of Technology) arroja datos esclarecedores que nos permitirán develar el segundo misterio que preocupa al hombre contemporáneo (el primero es para qué nacemos): para qué estudiamos reglas de acentuación. Asimismo, este trabajo brindará a los docentes las armas necesarias para imponer sus clases sobre acentuación sin la menor resistencia por parte del alumnado. Finalmente, nuestra teoría nace con la ambición de que hombres y mujeres puedan abandonar ciertas creencias de corte animista o esotérico que francamente no le hacen nada bien a las relaciones humanas, por no hablar de las rancias costumbres que impone la virtualidad.
Para dar inicio al desarrollo de esta hipótesis, me gustaría citar al gran Joan Manuel Serrat, quien en ocasión de la presentación de su palindrómico alter ego (Tarres), lo definió con las siguientes palabras: “…En fin, él es esdrújulo en sí mismo. Le encanta ser esdrújulo. Yo le pregunto siempre por qué quiere ser esdrújulo… Sonríe y se va”.
Pues bien, ¿cómo sería una persona esdrújula?
Fantástica. Auténtica. En ocasiones, libérrima en cuestiones eróticas. Noctámbula y, bajo circunstancias especiales (muy especiales), romántica. Excepcionalmente una persona esdrújula puede mostrarse tímida, hasta rígida o melancólica, pero estas no son más que fútiles máscaras con las cuales los esdrújulos pretenden hacerse pasar por seres cándidos.
Relacionarse con este tipo de personas en general suele resultar algo tóxico, pero, para ser del todo francos, no es fácil escapar a los mágicos encantos de un esdrújulo. Aunque de algunos de ellos se diga que son funámbulos alcohólicos con cierta tendencia a terminar sus rondas noctámbulas de un modo patético: regados en vómito y balbuceando cosas en un idioma muy próximo al sánscrito) ¿Quién no ha soñado con modificar esos hábitos indómitos por la fuerza del amor? ¿Quién no ha querido redimir a un esdrújulo? Tarea titánica, si las hay, no han sido pocas las graves que han perdido los estribos en medio de tan noble causa, pero esa, por el momento, es harina de otro costal.
Las profesiones ideales para esta clase de personas son: músico, astrólogo, diplomático, climatólogo, enólogo, fotógrafo, meteorólogo y por lo general todos los ólogos que se les ocurran.
Los esdrújulos tienen una especie de relación particular con los sobreesdrújulos. Nada peor para un esdrújulo que la aparición sombría de un sobreesdrújulo en su límpido horizonte. Cuando esto ocurre, el esdrújulo cambia de actitud rápidamente, deja de ser un tipo relativamente macanudo para convertirse mecánicamente en un ser competitivo y vil. El asunto pasa (como todos podrán adivinar) por ver quién la tiene más larga, la palabra, claro está. Sucede que el esdrújulo no se resigna al hecho de que en estos asuntos, por más esfuerzo que haga, el sobreesdrújulo terminará ganando irremediablemente la partida, y esto es algo que el esdrújulo no puede soportar. A decir verdad, últimamente hay varios esdrújulos haciendo terapia por este motivo. Entretanto, y como es natural, los sobreesdrújulos se desentienden del problema fácilmente, saben que ortográficamente, a los esdrújulos únicamente les queda resignarse.
Pero dejemos a estos personajes y sus problemáticas por un rato, y pasemos a conocer a los graves. Tal como la palabra lo indica, son personas serias, en fin, graves. Para decirlo de un modo chabacano, ni chicha ni limonada, están a mitad del camino. Permanecen en un sano, y a veces ficticio equilibrio, entre los lisérgicos excesos de los esdrújulos y la fascinación que puede causar un agudo bien entendido. Van circunspectos por la vida. Parece que siempre estuvieran dando examen y no es fácil sacarlos de esa postura. Afectados, prolijitos, pertenecen a esa clase de personas que pueden llegar a pasar desapercibidas, hasta que un día sacan un cuchillo y hacen un baño de sangre. A no ponerse fatalistas ni amarillos, que si bien es cierto que los graves pueden tener un perfil un poco psico, también es cierto que la mayor parte de ellos son inofensivos. Aunque es preciso tener en cuenta que pueden llegar a ser aburridos en exceso, situación más que valedera para desencadenar un drama de alcoba, o la muerte de la pareja por aburrimiento.
Para que no crean que en lo que respecta a los graves todo es negativo, podemos decirles que son excelentes parejas si lo que buscan es llevar una vida apacible y sin sobresaltos. Las medias en los cajones (ordenadas en forma decreciente de acuerdo al tono del color) y los calzones doblados. Una vida peronista: de la casa al trabajo y del trabajo a casa, los domingos en familia y por las noches la vuelta al perro, besito y a la cama. El álbum de fotos ideal para mostrar en reuniones de sociedad y ante amistades ponzoñosas. Así que a no desesperar, que los graves tienen sus ventajas para quienes saben apreciarlas, que al fin y al cabo, hay gustos para todo.
Dentro de esta clasificación contamos con profesionales tales como abogados, contadores, profesores, corredores, viajantes, administrativos, bancarios, militares, etc. Pero atención, mucho cuidado con los contadores, en ocasiones pueden camuflarse y hacerse pasar por agudos, presentándose al grito de : –¡YO SOY CONTADOR!
En este caso lo que vale es recordar que nada es más gravemente aburrido que un contador, de esa forma evitaremos todo tipo de embustes.
Ahora pasemos sin más dilación a conocer a los agudos. Un agudo es, ante todo, una persona sagaz, sutil. Los agudos poseen cierta tendencia a la rebelión (generalmente justificada) y van en pos de aquello que les produce satisfacción (sea lo que sea). En ocasiones pueden pecar de hacer ostentación de su agudeza. Les interesa salir de lo común, es por eso que quienes conocen a un agudo por primera vez, tal vez puedan pensar que el susodicho está incurriendo en el pecado de la vanidad, al mostrar tan impunemente su erudición.
Ante todo admitamos que practicar el sano ejercicio de la comprensión con un agudo puede ser toda una complicación. Hay, para qué negarlo, ciertos agudos que son toda una contradicción.
La mayoría de los agudos apela a la razón y se aferra a ella con uñas y dientes, por eso es que en más de una ocasión los agudos pierden la dirección, y les resulta imposible tomar cualquier tipo de decisión. Buscan alcanzar la perfección mediante su pensar y, embarcados en esa empresa, suelen dejar de lado a su corazón (o intentan pensarlo, que es peor). Ésa es su perdición, cuando la razón se torna casi una adicción.
Usualmente el agudo es un ser capaz de amar con abnegación, aunque raras veces lo vaya a demostrar, por padecer de una importante timidez. Esto explica su habitual cerrazón en materia sentimental. En estas cuestiones, el agudo es, por decirlo mal y pronto, un cagón. Necesita, ante todo, un buen empujón, una señal, como quien dice. Si se trata de un cartel de una dimensión más que considerable, y con un nivel importante de exposición, es mucho mejor. Dado que en el caso del agudo, no solamente hay que batallar contra la timidez, sino también contra la palmera, todo tiene que ser presentado con claridad, sin dejar lugar a dudas, la duda lo lleva a pensar, y ahí todo vuelve a empezar. (Sobre la univocidad de los mensajes y los desencuentros comunicativos en el siglo de las comunicaciones os remito al trabajo de la doctora Marangoni: Motivos de una mujer para no creer que ese hombre no está enamorado de ella).
El agudo bien entendido puede llegar a deslumbrar, generando una gran atracción entre quienes gustan del humor ácido. En ese caso, nada mejor que un agudo, conocido popularmente como el limón de la carcajada. El agudo también sabe cómo brillar y darle sabor a una discusión inteligente, abriendo el camino hacia una meditación que lleve a una conclusión profunda, porque ante todo, el agudo es un intelectual. A pesar de ello, los agudos saben muy bien cómo disfrutar de un buen momento de diversión, y se anotan en cualquier tipo de festín. Son dueños de una gran imaginación que les permite dedicarse a tareas vinculadas con el arte (editor, narrador, escritor, pintor, escultor, actor, etc.).
Habiendo conocido las diferentes tipologías, veamos ahora cómo se interrelacionan en el plano amoroso.
Los Esdrújulos pueden lograr una convivencia pacífica con otros esdrújulos. Irán juntos a fiestas de la farándula, se mostrarán, excéntricos en eventos públicos. Íconos del éxito, para ellos, ser fantásticos es un hábito. Esta dinámica puede funcionar, si ambos son auténticamente esdrújulos (en caso de que alguno de los esdrújulos descubriera su ascendente grave, las cosas podrían complicarse, como veremos enseguida). Si la autenticidad esdrújula permite que la relación funcione, el resultado puede ser el de una pareja frívola, que derrocha júbilo con ínfulas de estar siempre en la cúspide.
Los sobreesdrújulos suelen entablar relaciones duraderas y amorosamente estables con los esdrújulos, convirtiéndose en los terceros en discordia, y ganándose, una vez más, el odio de los esdrújulos.
Los graves tienen, en ocasiones, cierta tendencia a ir tras los esdrújulos, es que los pobres a veces se aburren de sí mismos, y buscan un complemento. El caso es que cuando los esdrújulos advierten esto, huyen despavoridos. No podrían estar junto a un grave ni con toda la buena voluntad del mundo. Claro está que para que nadie pierda las esperanzas, se han inventado las excepciones, y es por eso que una pareja entre un esdrújulo y un grave podría funcionar si y sólo si el esdrújulo se encuentra en rehabilitación a causa de alguno de sus excesos. En tal caso, nada mejor que un grave para poner algo de orden en la vida esdrújula.
De más está decir que los graves son perfectamente compatibles entre sí, conformando eso que hemos dado en llamar: RETRATO DE UNA FAMILIA CON PERRITO. Esto es, parejas sin fisuras (al menos a la vista). En cambio, la relación entre los graves y los agudos no es la mejor. Los agudos no soportan la llanura de los graves, sus vidas sin conflicto ni profundidad. Se aburren con un grave, y se ofenden un montón frente a los vanos esfuerzos de ciertos graves por parecer agudos. Sin embargo, como siempre, todo tiene un punto de inflexión, donde hay lugar para una excepción. Tal es el caso de un agudo que, atosigado por su cerebro, decidió unirse a una grave con el fin de llevar una vida normal y menos atormentada, intentando, ante todo, priorizar sus sentimientos, para llegar a ser feliz.
Vale decir que los agudos también suelen caer rendidos a los pies de los esdrújulos, quienes ejercen sobre estos una especie de insana fascinación. Los esdrújulos encienden la pasión de los agudos, ya que para ellos representan la liberación de las ataduras de la razón. Esto es así porque los esdrújulos van por la vida esquivando todo tipo de complicación. Se acentúan siempre para no detenerse a pensar dónde llevan el acento o si están amparados por alguna excepción. Son llanos para las reglas, no se interesan mucho por las sutilezas de la pronunciación. En cambio, los agudos, son muy afectos a las reglas de acentuación. Para ellos es casi como una tradición hacer portación de acento. Más que nada, aman poner las tildes sobre las íes, y ahí es cuando irremediablemente se pudre todo: el esdrújulo, ajeno a las fútiles elucubraciones del agudo pone nuevamente pies en Polvorosa y huye despavorido. Es por eso que desde aquí sostenemos que la relación entre un esdrújulo y un agudo puede funcionar en tanto al agudo no le de por agudizar su genialidad y el esdrújulo haya entrado en una suerte de etapa abúlica, por la cual ya no le interese convertirse en el faro de un mundo frívolo.
A muy grandes rasgos, ésta sería la forma en que los diferentes acentuados se relacionan entre sí. Sólo nos resta por conocer qué pasa cuando cupido flecha a dos agudos, para eso, me gustaría cederle la palabra nuevamente a mi colega, Ana Paula Marangoni, quien como yo, se reconoce como una mujer aguda.

Palabras finales de la presentadora:

Lo más complejo, luego de la comprensión de esta exhaustiva descripción, es reconocerse a uno mismo en la correcta clasificación. (Yo, como mujer aguda, he querido pasar muchas veces por esdrújula, y además he tenido la muy mala desgracia de cruzarme con muchos hombres graves, y algún que otro agudo, combinación siempre indeseable, la de un hombre y una mujer agudos, que casi irremediablemente culmina en una lluvia de objetos, en el mejor de los casos. Esta combinación suele además incluir los más increíbles casos de estafas post matrimonio, venganzas, o peleas que continúan a lo largo de toda la vida, con la misma efusión con la que antes se mantuvo el vínculo amoroso.)
Una vez que la persona ha llegado a su correcta clasificación ortográfica, es importante que analice minuciosamente a la persona amada para poder clasificarla correctamente. La doctora, en algunos casos, se encarga de asesorar a los dudosos personalmente (dudosos entre los que me cuento debido a que mi agudeza cuenta con un ascendente esdrújulo, y algunos estados de ánimo me empujan a la gravedad), ya que es importante contar con un profundo conocimiento gramatical, en especial cuando la persona es una excepción a la regla.
Por eso, si puede atender a esta recomendación, no pierda más tiempo comprando horóscopos, consultando el tarot, pagando a brujas, chamanes, líderes espirituales, o curanderos. Cómprese un buen libro de gramática, y todos sus problemas amorosos se verán a la brevedad solucionados.

lunes, 2 de noviembre de 2009

Los dormidos

Hay quien dice que viajar en colectivo despierta insospechados juegos de seducción entre los viajantes, quién sabe por qué. Algunos opinan que es precisamente la circunstancia de hallarse frente a personas que difícilmente volvamos a ver la que despierta todo tipo de fantasías. Otros manejan teorías que relacionan el deseo físico con el, digámoslo así, traqueteo del colectivo, pero estas han sido oídas en reuniones poco protocolares, en horarios poco transitados por la seriedad y en boca de personas que anteriormente ingirieron toda clase de sustancias tóxicas, por lo cual evitaremos estas explicaciones más cercanas a la grosería, y dejaremos en suspenso este misterio de la seducción bondilera.
La escribiente admite ser presa de dicha seducción y concuerda junto a otros testigos en que “desde arriba es otra cosa”, y que sin exagerar, le parecen lindos “todos los tipos”. Incluso ha presenciado la ruptura del hechizo cuando, al bajar detrás de alguno de estos anónimos galanes, comprobó, ya con los pies en tierra, que el Adonis no era más que otro pibe de lo más común, y hasta medio “feucho”.
¿Quién no se vio alguna vez entregado a un juego de seducción, quién no se abandonó a un juego de miradas, breves palabras, insinuaciones, galanterías, precisamente agradable e intenso por tener la sentencia final cuando alguno de los dos baje del colectivo?
Por eso, historias de seducción en el colectivo hay muchísimas. He aquí algunos casos:

Marín Gómez se tomó el 106 un sábado a la tarde. Tuvo esa mala suerte de sentarse en los asientos que están al revés de la dirección del vehículo, al revés de la lógica, y al revés de toda sensación que pueda indicar placer. Sin embargo, esa desventajosa ubicación le permitió contemplar a la chica más linda que alguna vez vio arriba de un colectivo. Tan hermosa era, que aunque trataba de disimular no podía evitar mirarla cada cuadra y media. El asunto es que en algún momento advirtió que la muchacha también lo miraba, digámosle, cada dos o tres cuadras. Cuando, cada tres o cinco cuadras, sus miradas coincidían, Martín percibía, o creía percibir, que aquel ser dotado de tanta belleza lo miraba a él con el mismo interés.
Martín tenía que bajarse, pero antes, decidió una vez en la vida guiarse por su intuición, y confiar plenamente en su capacidad de seducir a primer vista. Así que anotó su número de teléfono en el boleto, y encaró derecho para la dama. Si se imaginan la cara de la muchacha al ver que un desconocido se le para enfrente, le da un papel, y le habla en un tono de voz lo suficientemente alto como para que lo escuchen todos los pasajeros, incluyendo al colectivero, por favor coloquen en esa expresión todos los matices que puede lograr la vergüenza en un instante. Las palabras exactas se han perdido en el camino, y en los sucesivos relatos de Martín han llegado a ser seguramente, mucho más valientes y heroicas de lo que fueron en aquel preciso momento. Pero lo que sí podemos asegurar es que el pibe se la jugó, le dejó su teléfono y se bajó, rompiendo el tabú de las miradas, perforando el imaginario de “lo que podría haber sido”, y hacer realidad el deseo aunque sea por un momento.
Un caso muy distinto es el de Natalia Valenzuela, quien se divertía precisamente a costa de los hombres enamoradizos y corajudos como Martín. La damisela se entretenía deslizando miradas furtivas al muchacho que le parecía oportuno. Y si este se bajaba, en el momento en que descendía por las escaleras, o peor aún, cuando ya se había bajado, entonces le clavaba una mirada llena de deseo, precisamente resguardada en la circunstancia de que ya no había posibilidad alguna de que el hombre en cuestión tomara cartas en el asunto. Hay quienes dicen que el juego de Natalia es de una crueldad impensable. Otros opinan que al menos les regalaba la ilusión de una conquista inexistente. Algunos cuentan que un día se quiso hacer la viva con un tipo que corría carreras. El atleta de patas largas, que hacía bastante que no tenía una conquista callejera, corrió el bondi dos cuadras y en un semáforo lo enganchó de nuevo. Dicen que del espanto de esa vuelta, y de la vergüenza con la que lo tuvo de rechazar, asegurándole que estaba equivocado y que ella no le había tirado ningún beso, dejó de ser una simuladora de conquistas, y ahora se dedica a leer o mirar vidrieras desde la ventanilla.
Pero la historia que más me gusta de todas las oídas por ahí, es la de los dormidos. Clara volvía de trabajar, un miércoles, lo suficientemente cansada como para dormirse de un tirón en toda la hora de regreso hasta su casa. Por suerte consiguió un asiento rápido, lo que, con el sueño que ya torturaba sus piernas y el colectivo abarrotado de cuerpos cansados, le pareció una bendición. Así que se sentó, y se entregó al sueño. Primero deslizó su columna por el asiento, entreabrió las piernas lo más cómodamente posible, y coronó su descanso apoyando la cabeza contra el respaldo de atrás. El calor, el movimiento del vehículo, no impedían para nada su descanso, sino que lo alimentaban y lo hacían más profundo aún.
De pronto, alguien la despierta. La señora que viajaba del lado de la ventanilla tiene que viajar. Se para, la deja pasar, y avanza hacia el fondo, feliz por la nueva ubicación. Advierte que hay un hombre vestido de traje, algo corpulento, con expresión cansada. Clara se sienta, se acomoda nuevamente, y con los ojos cerrados comprende que el hombre de traje se sentó a su lado. Se entrega nuevamente al sueño, pero su atención está repartida entre ella y la nueva presencia a su izquierda. Su cuerpo permanece tenso, abre los ojos, observa que el hombre de traje está en la misma posición que tenía ella antes: la cabeza hacia atrás, los músculos de la cara relajados, las piernas entreabiertas. Clara entonces se entrega también al sueño. Las piernas de él rozaron las suyas, pero no le molestó, los dos compartían el mismo cansancio, el deseo feroz de entregarse al sueño durante una hora.
No sabemos en qué momento, Clara reclinó su cabeza sobre el hombro de él. Y así siguieron el resto del viaje, sosteniendo su pacto de sueño, él rozándole la pierna, ella reclinando su cabeza, compartiendo una entrega que los trascendía a ambos.
Clara bajó primero, y antes de no volver a cruzarse, se deslizaron una sonrisa que mezclaba algo de galantería con complicidad.

domingo, 1 de noviembre de 2009

Extraños doctores…

Hacía un buen tiempo que no recurría a “ese tipo de doctores”. Elena admitía para sus adentros que era una consulta que evitaba, por su extrema vergüenza ante la desnudez, y especialmente, por esa sensación tan extraña que le producía estar perfectamente vestida de la cintura hacia arriba, mientras que su parte más vulnerable se encontraba absolutamente expuesta. Esa incongruencia que la transformaba en una absurda sirena, mitad socialmente aceptable, mitad ridiculizada, le causaba un sufrimiento difícil de explicar que se agravaba con la absurda posición exigida, las piernas excesivamente abiertas, su cuerpo que comenzaba a sudar de un modo tan absurdo como inexplicable, delatando una vergüenza inaceptable para una mujer de su edad.
Entonces, Elena en la sala de espera, leyendo para distraerse, observando de reojo a las mujeres que esperaban junto a sus bebés para pasar a la sala de obstetricia que se encontraba al lado. Pensó unos instantes en la proximidad de las salas, indicada una como la continuidad natural de la otra, algo que aún le resultaba difícil de aceptar (y todavía a su edad…), lo que le hacía justificar su rechazo hacia la primera sala, algo así como una resistencia secreta a una futura maternidad.
Mientras tanto, Elena, enfrentada a la cotidianeidad de una lectura distraída, que no se proponía como fin, sino como excusa para no esperar de brazos cruzados, para no pensar con demasiada insistencia en nada: ni en la novela, ni en ella, ni en lo que le deparaba en la puerta de al lado.
Entonces, la puerta se abre con definición y delicadeza, una voz pronuncia su apellido como un interrogante absoluto, un nombre que podría ser el de cualquiera de las mujeres presentes en ese angosto pasillo, hasta que coincide con la cara, el cuerpo, y la voz de Elena, que contesta débilmente “sí, soy yo”, como una niña que dice tímidamente “presente” en su primer día de clases.
Las miradas se encuentran fugazmente, y luego, Elena se levanta para seguir al médico con su movimiento torpe de siempre: primero se levanta y luego guarda el libro en la cartera mientras camina, colocando el señalador, y sosteniendo con la otra mano un saco, en un intento desesperado por no dejar caer nada.
Ingresan a la sala, y es Elena quien cierra la puerta. Lo primero que pregunta el médico no es cómo anda, ni como se siente, ni por qué vino. Ni siquiera recae en el lugar común del pronóstico sobre el clima. Le pregunta qué estaba leyendo, y eso la desplaza a ella de su incomodidad, la traslada a una conversación despojada de inseguridades, y comienzan a intercambiar comentarios sobre autores, los dos compartiendo un territorio cómodo para ambos. Él es un hombre inteligente, piensa Elena, y no se nota sólo en el contenido de la conversación; se advierte en su forma tan cortés de hablar, de elegir las palabras, de evitar los lugares comunes, de generar confianza en este primer encuentro. Además es un hombre atractivo, y eso también la anima.
El biombo es ridículo. Lo sabe el médico, lo sabe la paciente, lo sabemos todos. Sin embargo, Elena aguarda a que él se lo extienda, para preparar su metamorfosis: sirena del ridículo, del medio despojo, del sueño nudista en la vía pública. El biombo, entonces, tiene la función de marcar que ese desnudo no es igual al de ella frente a cualquier hombre (desnudo en el que Elena particularmente jamás siente vergüenza). Es el límite entre el erotismo y la profesionalidad que exige la medicina frente a la anatomía humana, incluso con las partes distintivas de la sexualidad. El biombo indica que “vagina”, esta vez, es una palabra más del diccionario. Pero el biombo está extendido a medias, advierte Elena. Sólo para dejar en claro que su función es absolutamente protocolar, y que ambos lo saben.
El ritual de la revisación comienza sin demoras, y si bien ella suele sentir dolor, esta vez admite que le duele un poco menos. El médico suavemente lleva hacia fuera sus rodillas cuando la incomodidad la lleva a cerrarlas instintivamente, y entonces ella se deja llevar, conteniendo el aire con la mente en blanco.
Finalmente, el ritual concluye exitosamente. Con una elegancia inusual, él le toma la mano para bajarse de la camilla, como un caballero ayudando a bajar a una dama de un carromato. Sólo que su mano está empapada por el sudor, y ella se sonroja, y se pregunta qué pensará el doctor de aquella pegajosa sensación.
Restaba que el doctor examinara sus mamas. Elena se viste de la cintura hacia abajo, y se descubre de la cintura hacia arriba. De pronto algo cambia. Este desbalance la iguala a la auténtica seducción de las sirenas. Su cintura, sus hombros, sus pechos de mujer joven hacen sonrojar levemente al médico. Elena sin saber por qué cierra los ojos y se entrega a la imaginación. Con los ojos cerrados visualiza su cuerpo desnudo por completo, entregado a las manos, a la boca entreabierta del médico, y sus partes bajas se cubren de humedad.
- Señorita, ¿se siente bien?
Elena reacciona, y se descubre abriendo los ojos, apoyada en la camilla, y se avergüenza de encontrar en su rostro un gesto inexplicable de placer. El médico la observa algo perplejo, y le dice secamente que está todo en orden, que a los quince días ya tendrá el resultado de los estudios.
Elena se viste rápidamente, con el deseo de estar ya en otro lado, absolutamente abochornada por haberlo estropeado todo.
Elena se escapa, ya con una seriedad que le transforma el rostro, y en el momento en que se despide, el médico la detiene y le da una tarjeta.
- Por si me necesita…-dice tímidamente, como un niño pidiendo permiso a la maestra para ir al baño. Y la puerta se cierra, con la misma delicadeza con la que se abrió.
Elena sonríe, y guarda el número de teléfono. Tendrá que cambiar de médico.

martes, 6 de octubre de 2009

¡Feliz, pero muy feliz cumpleaños!

Claro que cumplir años es siempre una experiencia de lo más agradable (siempre y cuando uno esté al tanto con el conformismo y la resignación necesarias para aceptar el número de aniversario en cuestión, y no se insista demasiado en balances innecesarios e improductivos, por lo menos ese día). En fin, suele ser un acontecimiento agradable, gratificante; una excusa para recibir saludos, abrazos, deseos de felicidad, y algún que otro regalo.
Pero… (y sí, tenía que haber peros) no es lo mismo cumplir años un día jueves, un día martes, o un día domingo. No es lo mismo tampoco llegar al célebre momento en verano, en invierno, en un día de lluvia, de tormenta eléctrica o con un sol que raja la tierra. Ni hablar de la terrible fatalidad de los del “29 de febrero”, esos casos que siempre alguno comenta en una reunión. Nadie soporta la capacidad de resignación de esas personas, destinadas a cumplir la condena de la inexactitud, de la mendicidad de la propia fecha, que como todos sabemos, solo llega cada cuatro años.
También hay casos trágicos (y solo puedo relatar esto desde la triste vivencia) de aquellos que deben compartir esta fecha tan única y especial con un pariente: madre, padre, hermano, sobrino, o hijo, circunstancia ante la cual uno comienza a elucubrar un oculto mensaje kármico ligado al familiar que con su solo nacimiento (cuestión muy delicada a la hora de hacer acusaciones) nos arrebató el derecho a la exclusividad. Aunque también conozco casos peores, como los actos patrios, o la coincidencia con la navidad o el año nuevo, eventos que pulverizan completamente la sensación de homenaje, porque todos se saludan efusivamente con un regalito bajo el brazo.
En fin en fin en fin, el cumpleaños está determinado por infinitas vicisitudes que año a año pueden convertir la conmemoración de nuestra vida en un momento trivial, feliz o desastroso.
Como soy amiga del divague, pero tampoco doy puntada sin hilo, he aquí mi relato, basado, por supuesto, en hechos reales sucedidos a terceros que acuden a la taquígrafa para dar cuenta de lo extraordinario, lo maravilloso, o como acontece en esta oportunidad, simplemente de los infortunios que nos depara, precisamente, la misteriosa rueda fortuna.
Cumplir años un día lunes puede ser algo bastante incómodo, sobre todo si la persona se ajusta a la cábala de no festejar antes (por temor a muchos años de mala suerte) y además tiene el despechado capricho de querer reunir a sus amigos en el mismo día de la fecha. En este preciso caso, la señorita x se reunió con su familia el domingo a la noche, a la que mantuvo en vilo hasta las doce en punto para no caer en las terribles fauces de la mala suerte. La velada familiar comenzó temprano, y como entre parientes todos se conocen (hasta los chistes, las historias y las discusiones), a las once y media ya todos bostezaban y miraban el reloj ansiosamente para librarse de la inútil espera por un “feliz cumpleaños” y el ritual de pedir los deseos y soplar las velas, y finalmente, cumplir los años muy pero muy feliz.
La señorita se acostó algo agotada y alcoholizada, porque entre otras cosas llenó la angustia de su espera en el diminuto espacio de su vaso, todas las veces que pudo. A la madrugada se despertó sobresaltada porque una tormenta eléctrica le anunciaba un día repleto de agua y humedad, hechos que siempre alejan a las personas de la casa de un cumpleañero, especialmente si el cumpleaños acontece un día lunes.
En fin, el glorioso día de su cumpleaños, la señorita amaneció con una terrible resaca y muy pocas horas de sueño en el haber, sumadas a la nefasta sensación que se tiene en los amaneceres de los días lunes (y no necesito citar a sui generis) en los que la vida no se presenta como un bendición, sino precisamente como un castigo divino, que a lo largo del día va a ser penoso e interminable.
Es decir, la sensación de sueño y de día laaaaargooo tenía un final oscuro, porque a la noche, había invitado a todos sus amigos a su casa, de los cuales, además, quién sabe cuántos vendrían, con ese lunes chorreante de humedad por todos lados.
Estas impresiones que la señorita intercambiaba con su yo interior se vieron agravadas por la confusión que le infundió un tal Docampo, que insistía en que no había cumplido 26 años, sino apenas 25, y que los veintiséis recién comenzaban a ser transitados. Dicha teoría le pareció halagadora, aunque absolutamente incomprensible (la escribiente solicita que en todo caso, la teoría sea desarrollada por el profesante, a fin de aclararnos esta cuestión a todos los interesados).
Pero los días, por incomprensibles, por largos, por agotadores, por tristes o confusos, siempre tienen un final, y este tuvo su hermoso final, cuando a señorita se encontró con sus amigos, compartiendo una charla, una pizza y una cerveza. Tal vez haya que decir que aunque los días, la estación del año, o el pronóstico climático nos recuerden que nada es perfecto, no hay nada más mágico que el encuentro de las personas que se quieren, atravesando las distancias físicas y mentales, retornando de los exilios personales y voluntarios para festejar, como excusa, un cumpleaños.

sábado, 5 de septiembre de 2009

Motivos de una mujer para NO CREER que ese hombre NO ESTÁ ENAMORADO de ella

Es más fácil creer que papá Noel existe, que los extraterrestres están por dominar la Tierra, o que el vino uvita no hace mal al hígado, que aceptar que un hombre no está enamorado de nosotras.
Antes de aceptar el hecho, que puede ser de lo más evidente, hay todo un aparato de mentiras que puede justificar hasta lo más insólito. Examinaremos los distintos pensamientos que alejan cada vez más a una mujer de la razón:

Si un hombre no responde un mensaje de texto, es probable que ese mensaje se haya perdido en la dimensión paralela de los “mensajes que nunca llegan” (algún día alguien va a demandar a las compañías telefónicas, y finalmente van a aparecer todos esos mensajes soñados, todos esos “yo también te quiero”, “te perdono”, “te extraño”, “quiero verte” que estas crueles corporaciones nos roban a las mujeres y hombres enamorados). Bien, como el mensaje se ha perdido en la dimensión desconocida de los “mensajes que nunca llegan”, es casi una obligación mandarle al muchacho otro mensaje de texto, ya que el pobre jamás podrá enterarse de lo que sentimos por él, y entonces, preso de la duda y la timidez, jamás se decidirá a subirse a su corcel para rescatarnos de la torre en la que nos encontramos prisioneras, y desde donde mandamos bengalas, palomas mensajeras con un mapa exacto de la torre y un GPS por si acaso, y a pesar de todas las indicaciones, se pierde en el bosque.
En fin, lanzamos al universo virtual un segundo mensaje de texto, tan incierto como la tórtola entrenada para llevar un papelito entre sus garras contra el viento Zonda. Como tampoco obtenemos una respuesta, se confirma el hecho: no tiene crédito. Y si no tiene crédito… ¡hay que llamarlo! El pobre debe estar desesperado, sin dinero para hacer una carga virtual en el kiosco más cercano, entonces, ¿qué nos cuesta hacer un llamadito? Nadie se muere por marcar un numerito. No, nadie.
Y llamamos. Tarda en atender. Bueno, no atiende. Claro, seguramente tenía crédito, pero estaba en una reunión, en una clase, o en un sótano sin señal (se está morfando una pizza en Las Cuartetas, o está escuchando a Dolina en el Tortoni).
Ya está, ya hicimos todo lo que teníamos que hacer, ahora a des –esperar. Cuando vea en su teléfono que tiene una llamada perdida, va a llamar en seguida. Pero pasa el tiempo… y nada. ¿Andará mal su teléfono? Capaz que no es como el que tiene una, que le avisa de todos los mensajes, de todas las llamadas…
Bueno, no importa, hay que esperar. Tampoco hay que rebajarse (aunque no lo parezca, todavía queda un poco de dignidad).
Al otro día llega un mensaje de texto, simpático, amigable, prometiendo una invitación “algún día de estos…”. Bien, el príncipe nuevamente tiene un problema, porque algún día de estos, por ahí él está libre, nos manda un mensaje, ¡y una no puede! De hecho, es lo más probable que suceda. Entonces, hay que mandarle por mail, una grilla tentativa de nuestros horarios, para que el pobre idiota sepa qué “día de estos” puede efectivamente concretarse el feliz encuentro.
Entonces, mandamos al caprichoso universo virtual, esta vez vía internet, un mail simpático, en el que se esconde, entre palabra y palabra, la grilla secreta de nuestros horarios. He aquí un ejemplo ilustrativo:

Juancito, como andas tanto tiempo?
Estaba en un locutorio y como estoy sin credito te respondo por aca
Hoy tengo ingles hasta las siete y desp paso por la casa de una amiga que tengo que pasar a buscar un vestido para un casamiento que tengo el sabado
Si tenes ganas, mañana desp del laburo nos vemos.
Cualquier cosa avisame
Besos


Bien, el caballero ya tiene suficiente información como para moverse. Martes: Inglés, Sábado: casamiento, días del medio: ¡libres!
A partir de aquel envío gratuito de la grilla de horarios, la situación se complica, porque habrá que revisar cada meda hora, no sólo el teléfono celular, sino también el correo electrónico. Al muchacho puede ocurrírsele en cualquier momento, provocar un encuentro espontáneo.
Bien, lo que sigue es una lenta muerte, algo así como una hemorragia que no para. Llega un mail dos días después, el muchacho contesta sin demasiada simpatía que no puede en esos días en los que una podía. Bien, tampoco hace una oferta para la semana siguiente. El instinto, que lentamente despierta de su milenario letargo, nos insinúa levemente que algo huele mal. La princesa comienza a sospechar que el príncipe se quedó en el bosque fumando hierbas, se durmió una siesta, y después se sumó a una parranda de gitanos ambulantes.
Algo ofendida, la señorita hace una contra oferta para la semana siguiente; “Bueno, avisame cuando quieras la semana que viene, estoy un poco más libre. Que andes bien, besos”.
Pero la muerte inminente llega: jamás responde.

Ya está confirmado, el príncipe no sólo está de parranda, sino que ya nos podemos imaginar las caderas de una morisca con la que se está dedicando enteramente a la juerga. Solamente queda meterse en una parte remota del propio cuerpo la soga de 50 metros, hecha con hilos de servilleta, con la que planeábamos escaparnos de la torre, a pesar del riesgo que eso significaría para la propia vida.
En fin, la epifanía llega, cruel y contundente: no te quiere, ergo, no quiere verte.
Con lo poco de entereza que queda, solo resta sacarse ese vestidito rosa con puntilla tan ridículo, mandar al joven a la reputísimaqueloremilparió, bajar de la torre por el asensor, y salir a tomar unos tragos con el molinero, que al fin y al cabo, tiene unos buenos tubos, y siempre está disponible.
La verdad llega, tarde o temprano. Sólo que a veces cuesta un poquito convencerse. Un poquito nomás.

martes, 14 de julio de 2009

La mañana

La mañana
Me toca hoy escribir sobre un tema al que la literatura ya le debe muchas páginas. Pero será por la conjunción de momento especial y reiterado, que me resulta indispensable continuar rindiéndole tributo. Porque la mañana sigue siendo, a pesar de su repetido acontecer, una suma de instantes difíciles de desentrañar. La mañana, o el despertar, que aunque todos los días suceda, para cada uno y en cada oportunidad puede ser diferente. Para algunos es un colchón calentito y una modorra que se estira en el transcurrir del tiempo, que en estados posteriores de conciencia nos infunde la duda de lo que seríamos si acaso superáramos esa cotidiana demora que arma la ecuación perfecta entre el placer y la inutilidad absoluta, y nos compara desdeñosamente con los cuerpos inertes, las larvas, las amebas y paramecios (información inútil sobre cuerpos unicelulares que todos sabemos, y ya que estamos, para que sea un poco menos inútil, la escribo).
Las mañanas son de lo más multifacéticas. Nos pueden sorprender con un mal humor descollante, con odio al mundo y a todo ser despierto sobre la tierra. O pueden encontrarnos con despertares de esos repentinos, en los que uno se cae del colchón, y sin que nadie pueda explicarlo nos descubren barriendo una vereda, acomodando un ropero, corriendo en una plaza o yendo a comprar el pan.
El estrecho pasaje que nos separa del reino de los sueños (o el surrealismo, o el inconsciente, o quien sabe qué más) puede regresarnos al reino de las realidades con angustias, miedos, deseos sexuales, recuerdos muy antiguos, o una sensación de trivialidad absoluta. Puede requerir al menos media hora de mirar el techo, que aunque sea interpretado por los cuerpos necios como simple holgazanería, sabemos los entendidos que el despertante está envuelto en terribles u oscuros pensamientos. Y que los golpes auditivos del despertador o los gritos de alguna matrona sólo logran aumentar el indescriptible desamparo de quien está pasando tan horrible trance.
Pero hay una, que a fuerza de imponerse por torpe, atroz, violenta o automática, resume más que otras lo trágico de este momento. Es la mañana que nos arranca forzosamente del colchón, nos sacude con golpes espasmódicos de agua, sensación térmica, café con leche a los apurones, y sin que nos demos cuenta, nos sorprende caminando en la calle, o esperando el colectivo, o viajando en él, o llegando a destino. Y digo “o” precisamente porque el fatal hábito logra abrirnos los ojos, pero uno nunca sabe en qué momento preciso retorna el alma al cuerpo, la conciencia a la mente, y entonces sí reconocemos efectivamente que estamos despiertos, para bien o para mal.

Una mañana
Sucede que todo este preámbulo no era para filosofar vanamente (o no era sólo para eso), sino para darle el merecido lugar que han tenido los pensamientos de Alicia una mañana que parecía bastante igual a las demás. Solo que, mientras caminaba hacia la parada de colectivo, y su alma entró en una brusca colisión con su frío cuerpo, descubrió que sus pensamientos eran demasiado profundos para obrar como bisagra entre formas tan disímiles de existencia. Que comenzar su día planteándose lo que durante días enteros había permanecido sin plantearse era acaso un extremo de lucidez, podríamos decir, absurdo.
No vamos a aclarar qué era aquello en lo que Alicia pensó. Sólo basta decir que era algo que evidentemente la torturaba, en ambos reinos, y probablemente también en otros posibles. Podemos imaginar recuerdos demasiado vívidos, que se confundían con un presente demasiado nebuloso, y dos “demasiado” que se mezclaban contradictoriamente en su mente no la dejaban en paz.
Entonces Alicia pensó, clarito, mientras caminaba hacia la parada, “dejarlo ir, tengo que dejarlo ir”. Y no podemos saber si se refería a alguien en particular, a un recuerdo, o simplemente al pasado, como una gran amplitud de ella misma, que ya no era ella, y ya no le servía.
El día era entonces un abanico de posibilidades. ¿Lo era realmente? Debía ir a trabajar, pero también podía llamar, fingir una enfermedad, y hacer simplemente otra cosa. Claro que una vez en el colectivo era mucho más fácil dejarse llevar por la musa de los hábitos y la comodidad, y sencillamente ir una vez más a trabajar (así como es más fácil creerse enfermo y seguir durmiendo cuando aun se está en la cama). Entonces, si ella no iba a su trabajo, aunque no tuviera justificación de ningún tipo, sería esta una opción legítima.
No. Era todo ridículo. ¿Y qué cambia un día, si al otro las cosas volverán al orden habitual? ¿Y de qué le serviría dar vueltas por la calle, si al fin y al cabo, tampoco sabía muy bien qué podía hacer? Podía ir al cine… aunque todavía era muy temprano y tendría que hacer tiempo en un bar. Y no tenía nada para leer.
Alicia se encontró con que realmente no sabía qué hacer. Con que el gracioso abanico era una lista en blanco, más bien transparente, y en medio del bamboleo y del amontonamiento de gente, le parecieron todos sus planteos demasiado ridículos.
Iría finalmente a trabajar, como todos los días. Dejaría que el día se suceda a fuerza mecanismo y costumbre, sin que le ocurra nada extraordinario, nada digno de mención cuando esa sucesión de horas se condensara en un relato de lo vivido frente a un plato de comida. Porque, qué era la vida, al fin y al cabo, sino una sucesión de actos y movimientos imperceptibles. “Como el movimiento de la tierra”, pensó. “La tierra gira y no nos damos cuenta”. Y acaso las sorpresas, las novedades, los exabruptos de éxtasis o dolor eran breves interrupciones del lento girar anestésico de la vida. Y fue así que en el giro concéntrico de sus pensamientos, por momentos lento, y por momentos abrupto, descubrió que tal vez añoraba uno de esos vuelcos excepcionales de la vida.
Un vuelco. Sí. Era lo que definitivamente necesitaba. ¿Pero qué podía ser eso en este momento de su vida?
De pronto miró sobresaltada por la ventanilla. La marea de pensamientos matutinos tan inusuales la había distraído de tal forma que ya estaba llegando a Retiro. De momento se paró bruscamente, y entre codazos se acercó hasta la puerta. Pero antes de tocar timbre, algo la detuvo. Siguiendo una lógica de conformismo, la misma que la había convencido de cumplir con sus obligaciones, era más fácil ahora renunciar a ellas que volver a Almagro, donde estaba la oficina de seguros médicos. Decidió serenarse y esperar quince minutos. En poco tiempo cambió el paisaje, el colectivo se vació y podía esperar tranquila hasta llegar a la Terminal.
Fue la última en bajarse. Podía tomarse otro colectivo, o el tren, pasar el día en otro lado, o simplemente dar vueltas por ahí. Sintió que después de tanto tiempo, su mañana era un verdadero comienzo.

martes, 30 de junio de 2009

El abismo entre el conocimiento y la comprensión

Suele suceder, y más veces de las deseadas, que la comprensión sobre un tema (llamémoslo equis) suele acontecer mucho tiempo después de que el curioso cazador de sapiencias se sumerge en las renombradas fuentes de conocimiento denominadas libros. Es decir (Y que esto no suene a defensa de la haraganería, o excusa para justificar la propia ignorancia, avive que ya tuvo un grupete de griegos, que con la buena labia de una “nueve corriente filosófica” no daban ni un solo paso, y así se pasaban la vida, a costa de los acueductos y otros servicios que ya habían inventado otros rompiéndose el coco, además de la servidumbre de los esclavos. Por que vamos, con un sirviente cualquiera se paraliza.), uno puede estar años enteros paseándose entre la bohemia, pensando que entiende a Marx, porque respira a Marx, huele a Marx, y hasta siente que conversa cotidianamente con Marx, cuando frente a un interlocutor brotan como rosas de la boca (¿rosas de la boca?) frases como fetichismo de la mercancía, o producción de plusvalor, así, como si nada. Claro que tuve que dejar de ser una lumpen y trabajar en una oficia para comprender el significado de explotación, y fundamentalmente, aquello de vender la fuerza de trabajo, cuando después de trabajar nueve horas, y de viajar hacinado una hora y media en un colectivo, uno siente que se perdió algo, un día, y otro de la vida, algo que ya no podemos recuperar, y ya no quedan fuerzas, las vendemos diariamente al precio de obtener esa recompensa sucia y siempre insuficiente llamada el capital, porque el capital sirve para comprar ropa, objetos, hasta libros, pero nunca tiempo, ese lo vendimos, se fue para siempre y se nos va en una sucesión metódica de jornadas anestésicas.
Un astrónomo se pasó la vida estudiando las estrellas, pero comprendió la infinitud del universo una noche en la que se recostó en el pasto, y sintió que el cielo se le venía encima, y que podría intentar atravesarlo toda la vida, y continuaría con la misma perspectiva de aquel momento, contemplando el no límite, el nunca final, desde la pequeña proporción concreta que es él mismo.
Una mujer comprendió Las meninas de Velásquez una mañana en la que despertó y contempló su casa, su familia y toda su vida como si fuera ajena a ella, como si todo el tiempo ella hubiese sido la observadora (y no la protagonista) de su propia vida, un espejo siniestro que le devolvió una imagen demasiado inexacta de sí misma.
Un hombre en una cárcel es más foucoultiano que mil sociólogos.
Alguien llamado Levi leyó alguna vez a Dante, pero descubrió el infierno en una búsqueda incesante de sentido que implicaba su propia supervivencia, rodeado de muerte en un campo de Austchwitz.
Muchas lecturas pueden atravesarnos, pero sólo la vida dicta cuándo las comprenderemos exactamente. Una poesía puede darnos vueltas en la cabeza durante mucho tiempo, pero la epifanía llega cuando la vida sacude con muerte, dolor, engaño, decepción, tristeza o fatiga.
Así que señor, señora, señorito y señorita, no se asusten si les parece que “saben”, que pueden opinar y explicar perfectamente un tema, y eso no les implica desgarros de vestiduras ni rechinar de dientes. Cuando algo les perfore el alma, se darán cuenta de que fatalmente comprendieron.

jueves, 18 de junio de 2009

Del negro pendenciero (relato que viene a hacerle justicia a la esencia podri del amigo Deivid)

La segundas partes no suelen ser mejores que las primeras, y mucho menos esta, que justamente quiere desarreglar, arruinar, y llenar de manchas la primera.
Lo justo es justo, y es así cierto que el negro baila tremendo, y que canta mejor todavía. Lo que faltó decir (mea culpa) es que no tiene plata, ni buena fama, ni tampoco vamos a decir que las mujeres le llueven por la vida. Para ser exactos, el deivid es un pibito podri, que según la definición de tal palabra, es un chiquito del conurbano, al que las cosas le suelen salir mal, y al que las muchachas suelen ignorar rotundamente. Frente a esta indiferencia femenina generalizada, los muchachos de su género no se conforman, y salen por los bares de moreno a changuisear, es decir, a buscar mujeres para pasar aunque sea, el mal trago de la noche. Claro, que la mayoría de las noches, lo que consiguen con seguridad es un pedo tremendo, y con suerte, algunas piñas de otro borracho podri de la zona.
Los chiquitos del conurbano se enamoran de ninfas inexistentes, con quienes ellos sueñan todas las noches. Pero mientras el gran amor tarda en llegar y tomar la forma de una mujer terrenal, intentan ganar los favores de alguna pibita chorra de la zona, que lejos de todo romanticismo, sabe poner la carne en su lugar, y si te descuidás, también se lleva la billetera con los pocos pesos que quedaban para otra cerveza.
Una vez hecha esta aclaración, tenemos que volver al negro, que en el afán de conquistar mujeres desarrolló un arte exquisito y único en el mundo, que es el de telarañar. El deivid saca a bailar a una muchacha desprevenida, que hasta ahora solo aceptó bailar por cortesía. Cuestión es que le empieza a dar vueltas y vueltas, haciéndola pasar por debajo de sus brazos, enredándola con manos y pies. Y la víctima, ya entra en un estado de mareo y deslumbramiento que no le permite distinguir cuantas vueltas dio, ni cuánto hay de talento de baile o de frenesí de movimientos. En ese momento, si alguien se detiene a observar, el deivid teje con sus manos una telaraña invisible que va envolviendo a la muchacha. Mientras dura el atontamiento, comienza a desplegar su labia, hablándole de cualquier cosa que entre vuelta y vuelta, haga pensar a la señorita que es conocedor del tema (cabe mencionar que alguna vez alguien lo escuchó de pasada, y pareció que mientras mareaba a la señorita le explicaba sobre inefables danzas de conquistas, una de ellas, la del vacunao). Cuando el tema termina, el aguijón ya está clavado, y si el negro todavía no coronó la conquista con un beso, falta muy poco para que lo haga. En esto consiste el arte de telarañar, del que solo muy pocas mujeres han podido escapar.
Volviendo a la historia de la jujeña, conociendo el espíritu podri de David, podemos imaginar fácilmente, que la señorita que conquistó en los pagos de Jujuy no era nada menos que una pibita chorra de la región. Podemos imaginar también, que depués de un viaje entero de changuisear sin resultado alguno, por fín pudo telarañar a la señorita en cuestión.
Es verdad que David la buscó al día siguiente, y que en un espejo infinito de umbrales no la pudo encontrar.
Lo que esta pluma ocultó, no por maldad sino por desconocimiento, es que en otro bailongo, unas noches después, el negro se encontró a una parienta suya, quien le dijo que podía encontrar a la señorita perdida en otro baile. El negro se aferró al dato, y la fue a buscar (porque pibita chorra, pero al fin y al cabo conquista, y también podemos admitir que le gustaba bastante). Cuando llegó a la parranda, ahí nomás estaba ella, pero acompañada por otro hombre. Y ya no tenemos mucho más que decir.
Así que le hacemos justicia al amigo Deivid, chiquito podri del conurbano, a quien no le suele ir bien con las mujeres, y a quien le rompieron el corazón por los carnavales de Jujuy.
A la jujeña ya le podemos decir traidora, y escribirle una canción con ese epíteto. Y cada cual, que se quede con la historia que prefiera, si la romantica, o ésta, que es tan decepcionante como la vida misma.
Yo me quedo con una sola imagen, que es una calle de umbrales infinitos, y un hombre que se sintió muy solo en aquel laberinto.

Formas de olvidar

Sabía que olvidarlo sería difícil. Ya le habían dicho que había que tener paciencia: “al principio vas a estar triste, pero después vas a estar mejor”, una de esas tantas frases que integran el libro de proverbios sobre la vida, el manual de bolsillo que todos llevamos, oímos y decimos alguna vez: "hay que pasar el duelo", "a veces es mejor estar solo", "hay un tiempo para estar solo y otro para estar acompañado"(aunque este ideal de tiempos nunca coincida exactamente con la felicidad), "nadie muere de amor" (aunque quién no murió varias veces de amor, y volvió a seguir viviendo, más por inercia que por convicción, y con todas esas muertes encima, que van haciendo una suerte de cementerio entre las tripas, y de a poco nos hacen cada vez un poquito más viejos e infelices), y de a poco, siempre de a poco, "siempre (y finalmente) se olvida".
Laura conocía muy bien esta última frase del libro de proverbios, que dada su situación, venía escuchando últimamente muy seguido. Cuando ella tenía cara tristona, cuando sin querer la conversación desencadenaba circularmente en el nombre de él y se le piantaba un lagrimón, cuándo un amigo le hacía la inevitable pregunta de cómo estaba, y ella, con toda la sinceridad posible le decía que mal, que triste, que lo extrañaba, etcétera etcétera, siempre venía el remate (casi críptico para ella) con el tierno consuelo de que de a poco y lentamente, lo iba a olvidar.
Laura no tomaba demasiado en serio esta sabiduría popular. Le sonaba bastante a falso consuelo, a palabras que gritan los que están lejos del dolor, los que ya no recuerdan la última muerte de amor que tuvieron, y ya no saben lo difícil que es volver a la vida cuando uno murió varias veces, más de las deseadas y necesarias, cuando parece que ya no tiene demasiado sentido volver a nacer.
Sin embargo, un día, comenzó a olvidar. Claro que nunca imaginó que sería de esa forma. Fue algo, podríamos decir, tan progresivo como involuntario, y que nunca pudo explicar.
Una mañana despertó, y descubrió que ya no recordaba su número de teléfono. Intentó recordarlo, y nada. Se le mezclaban los números, tal vez recordaba la característica, pero los números siguientes se le mezclaban con otros muy conocidos (amigos a los que llamaba muy seguido, incluso se le venía a la mente el de una remisería a la que siempre pedía autos), y nunca lograba llegar al número. Pensó en buscarlo en la agenda, pero eso sería luchar contra ese lento proceso del olvido, que ya estaba haciendo su efecto, y con el que debía cooperar mínimamente. De todos modos, tampoco tenía un solo motivo para llamarlo, así que se resignó al olvido involuntario de ese dato menor, pero que al fin y al cabo, la iniciaba en el profético camino del olvido.
Otra tarde, creyó no estar segura de su segundo nombre. También tuvo el leve impulso de corroborar el dato en algún lado, pero no le convenía invitar al recuerdo. Comprendió que verdaderamente estaba siendo poseída por el olvido, y lo dejó, una vez más, ser. Más adelante no recordó su aniversario de novios, y dudó toda una tarde sin estar segura de la fecha exacta.
Lo extraño es que estos olvidos eran repentinos, como si algo le arrebatara el recuerdo de la mente. Y así fue, que de números y fechas (algo que el ser humano tiende a olvidar) pasó a olvidar su color de pelo, los lunares de su espalda, el tamaño de su boca, y hasta la expresión de su sonrisa.
Los recuerdos eran cada vez más vagos y confusos, y cuando le aparecía alguno de ellos, no sabía exactamente si recordaba a un compañero de la primaria, a un amigo de un amigo, o a alguien que había visto recientemente, pero con quien no había tenido ningún trato cercano. Ya no lo mencionaba con sus amigos, no le dedicaba las nostalgias de sus domingos, ni soñaba con rozar su piel desnuda en las noches de frío, ni se entristecía por no poder enredar la mano en la maraña de su pelo. Ya no recordaba nada de él. Lo había olvidado por completo.
Un día cualquiera, una voz totalmente desconocida preguntó por ella en el teléfono. Laura, al no reconocer ni la voz ni el nombre de quien hablaba, con una absoluta y total inocencia respondió equivocado, y cortó. Y ya nunca volvió a recibir llamadas equivocadas.
Sin darse cuenta, había vuelto a nacer una vez más. Ya estaba lista para volver a enamorarse.

domingo, 24 de mayo de 2009

Extraños episodios en ciudadela

Suena raro, pero en la Terminal de colectivos de la línea ochenta y cinco, no sólo hay coches esperando para salir.
Resulta que detrás de todos esos enormes micros hay un terreno valdío. Si usted se anima, por ahicito nomás hay un galpón. En el galpón hay un hombre rubio, de pelos largos como crines, al que llaman el cocinero. El hombre es agradable, conversador, y siempre cuenta historias de campo, o baila chacareras y zambas. Si uno va de día, el hombre anda cocinando, haciendo milanesas para los colectiveros que almuerzan en la
Terminal. Siempre cocina carne, por eso tiene cuchillas, y abunda el olor a sangre. A veces agarra un churrasco bien fileteado y alargado, y se pone a bailar una hermosa zamba, que encanta a los que lo observan, porque es un gran bailarín, y las gotitas de sangre caen a ritmo.
Dicen que de noche se arma peña, y acude al lugar gente extraña de distintos lugares.
Dicen que este hombre no es más que el mesmo mandinga, que las peñas son bailes satánicos (el diablo se esconde en la guitarra y en el folclore), y que el propio cocinero se encarga de sacarle el corazón a algún joven desgraciado que llegue al baile por error, o que fue atraído por la endulzante música. Dicen que si alguna joven baila una pieza con él, se enamora al instante, y él se la lleva al infierno donde tiene su reposo sin descanso, y las jóvenes lo acompañan a cambio de jugosas milanesas.
Dicen también algunos mal pensados (y malhablados) que tal terreno no existe, mucho menos el galpón, y ni hablar de ese rubito lisonjero de mirada peligrosa. Aunque cuando el viento sopla fuerte y se lleva los sonidos a otra parte, algunos vecinos de la zona creen escuchar rasguidos salvajes, gritos sapukay y algunos sonidos un poco más dramáticos.
Yo no he ido a esa Terminal ni de día, ni de noche. La sola idea de encontrarme al mandinga me pone los pelos de punta. Metódicamente, cuando rumbeo para esos lados y estoy por llegar a la Terminal, me bajo dos cuadras antes.
Creer o reventar.

Amor de umbrales

Al negro David, y a su jujeña.

Esta no es otra que la historia del negro David. ¿Y quién es el negro David? Un pibe joven, con una sonrisa de mulato hermosa, y una voz tan increíble que una vez que se lo oye cantar, es imposible olvidarlo. Así es el negrito, en términos generales. Además de que canta zambitas como los dioses, también baila que da calambre (y sí, el talento suele venir mal repartido, a algunos mucho, y para nosotros nada). Con lo cual, se podrán imaginar que si no seduce chinas cantando, el remate viene en el baile. Pero así como ya lo imaginamos tan seductor, también es un terrible enamoradizo, y por acá viene la historia.
Resulta que el negrito es de Moreno, pero quiso el destino (o mandinga, estas cosas nunca se saben) que un verano armara la mochila y se fuera rumbo al norte. ¿Se lo imaginan? Yo, sí, cantando, de baile en baile, carnavaleando por todas partes. No sabemos si fue tan así. Pero sí podemos creer que a alguno que otro bailongo fue, porque en uno de esos se enamoró. A primera vista, así nomás. El negro la vio y ya le hervía la sangre de ver una jujeña tan linda. Como todos se estarán imaginando, la sacó a bailar (no chacarera, sino una buena cumbia) y (esto me lo figuro yo) cuando la china sintió su ritmo, ahí nomás se enamoró también.
No vamos a contar demasiado de la intimidad de este romance, sólo que se fueron a la orilla del río, y que se quisieron todo lo que dos personas se pueden querer en una sola noche.
Cuando ya estaba clareando, el negrito la acompañó a la casa, y prometió ir a buscarla al otro día, memorizando con la vista el umbral por el que esa linda figurita desapareció.
Al siguiente día, el negro ya estaba despabilado. Ya no tenía encima el coraje que infunden ciertos brebajes a los hombres en las noches de parranda. Más bien tenía el efecto posterior, en que las hazañas de lo vivido hace apenas unas horas parece un sueño, en contraste con el dolor de cabeza, y la dificultad del cuerpo para mantenerse en pie. En ese difícil trance estaba nuestro protagonista, aunque a pesar de estos terribles efectos, recordaba perfectamente a la jujeñita. Así que trató de juntar fuerzas, y con el sol pegándole en la nuca y el chillido de las chicharras persiguiéndolo, salió nomás a buscarla.
No se imaginan ustedes la cara de tristeza del negrito cuando, yendo y viniendo, avanzando y retrocediendo, tomó conciencia de que no se acordaba ni remotamente donde vivía esa chica. Que, en todo caso, de estar en la calle correcta (recordemos que en los pueblos, las calles no tienen nombre, sino que la gente se guía “a ojo”), los umbrales eran todos bastantes parecidos, por no decir exactamente iguales. Acá es donde uno empieza a desconfiar, y ya no sabe si en estos asuntos está la trampa del destino, o la colita misma del mandinga, que siempre engaña a los hombres con amores tan poderosos como inalcanzables.
Para estos momentos, ya todos tenemos en la cesera la carita tristona del negro, arrastrándose por las calles calientes y empolvadas, con ganas (aunque no con la suficiente fuerza) de tocar timbre por timbre, puerta por puerta de todo el pueblo.
De la jujeña no volvió a saber. Pasaron los días, ya se andaba quedando sin plata, y con el alma en derrumbe y el bolsillo en bancarrota, no tuvo otra opción que volverse a su propio pago.
Nos queda por conocer otra historia, la de la jujeña, que quién sabe si se quedó en su casa tardes enteras, esperando que su amorío aparezca. Y después, no habrá querido ir a ningún baile, por no encontrarse con la cara del traidor, que de tanto amor que le tenía, lo consumió en una sola noche.
A nosotros nos queda el consuelo de que con la tristeza de la jujeñita perdida, el negro haya compuesto aunque sea una linda zamba. Triste, pero hermosa, como lo fue este amor.
Y yo me despido con una frase, que aunque a ningún enamorado le haga gracia, nadie puede negar el acierto:
“Lo bueno, y breve, dos veces bueno”
¡Hasta el próximo carnaval!

lunes, 16 de febrero de 2009

La tienda de los colores

- En esta tienda usted no puede decir ni sí, ni no, ni blanco ni negro. ¿Queda claro?
- No.
- ¡Ya perdiste!
- Ah, perdón es que no entendí.
- Dijiste no de nuevo.
- No.
- Sí…
- Bueno.
- Está bien. Arrancamos de nuevo. Es un juego. Vos haces de cuenta que entras en una tienda y que vas a comprar algo.
- ¿Algo como qué?
- Ropa.
- Ah.
- Podés decir lo que quieras, menos sí, no, blanco o negro.
- Ninguna de esas palabras.
- Ninguna.
- Ya entendí.
- Si las decís perdés, ¿arrancamos?
- Sí, dale, uh, dije sí.
- Sí, ya se que dijiste sí, pero no empezamos.
- No no empezamos.
- Bueno.
- Pará, si vos decís también perdés.
- No, yo puedo decir.
- ¿Y por qué?
- Porque el juego es así.
- Ahhh ¡que tramposo!!!
- No, es así el juego…
- Ahora no quiero jugar mucho.
- Dale vas a ver que está bueno.
- Bueno a ver…
- Empezamos. (Cambio de tono) Buenos Días ¿Qué desea usted?
- Ehh no sé, ¿qué tiene?
- Dijiste no.
- No.
- Volviste a decir no.
- …
- Pe.
- Ya perdí.
- Bueno arranquemos de nuevo.
- ¿Otra vez?
- Y sí, recién empezamos, es hasta que te acostumbres.
- Pero si me acostumbro gano.
- Y bueno, ¿no querés eso?
- Sí, pero si me dejás ganar gana cualquiera.
- Bueno dale, fue una oportunidad.
- Bueno empezá de nuevo.
- Hola, ¿qué desea señor?
- Ehh… ¿qué tiene?
- ¡Acá tenemos de todo! Remeras, medias… ¿necesita remeras?
- Ssss… Bueno sí.
- Dijiste sí.
- Pero lo dije después de bueno, no fue directo.
- ¿Y qué tiene que ver?
- No es lo mismo, porque me contuve.
- No pero no lo tenés que decir nunca.
- Mmm, bueno vamos una vez más, pero desde donde estábamos.
- Está bien, ¿quiere ver las remeras señor?
- Ehhh, ¡por supuesto!
- Bien, me queda color blanco y negro, ¿cuál quiere?
- Ehhh, el blanco.
- Dijiste blanco.
- Uh, perdí de nuevo. ¿Pero qué querés que diga? ¡Si vos me decís que queda negro y blanco! ¡Pierdo sí o sí!
- Bueno, no te enojes, te la tenés que ingeniar.
- Que ingeniar ni ingeniar, ya perdí como siete veces…
- Bueno, una vez más, ya le estás agarrando la mano
- Uff a ver…
- Bueno, cuál quiere, ¿la blanca o la negra?
- Esa.
- Cuál, no le entiendo.
- La más clarita.
- ¿Y cuál es la más clarita?
- Esa.
- ¿Esta?
- Sí
- Perdiste.
- Uff, ¿definitivamente?
- Sí, esta vez sí.
- Y por qué ahora sí, y antes no.
- Volviste a perder.
- Si ya había terminado el juego.
- Te iba a dar otra oportunidad, pero perdiste de nuevo.
- Bueno, ahora al revés.
- No, ya me cansé, si perdiste como veinte veces.
- Por tu culpa.
- ¿Qué? Ahora me echas la culpa de perder.
- Si vos querías seguir jugando.
- Porque soy bueno.
- Andate a la *******
- Ehhh, que mal perdedor. Bueno dale, jugamos una vez más.
- Bueno yo vendo.
- Dale.
- En esta tienda no se puede decir si….

Diccionario de ex

Como no podía ser de otra forma, dedicado a mis amigas...

Debido a la gran concurrencia de dudas, tanto de nuestros lectores de sexo femenino como del masculino, la Real Academia Española ha decidido incorporar a nuestros diccionarios un archivo ad hoc que incluye la variedad específica, con el debido respeto que el tema acusa, de personas con las que un individuo ha concluido una relación amorosa, y que pasan a ser llamados ex. Con el fin de servir a la ciencia y a las humanidades, les brindamos esta exhaustiva enumeración.

Ex: término que permanece en el idioma castellano, proveniente de la preposición del Latín, que indicaba los significados de, desde, con lo que se pretende distanciar al individuo nombrado y señalar que el vínculo amoroso perteneció al pasado, independientemente del presente. Encontramos en el registro oral las siguientes categorías que se incluyen dentro del término:

Boomerang: por algún extraño motivo siempre se vuelve para un encuentro furtivo y veloz, pero periódicamente recurrente.

Buen amigo: la relación nunca funcionó, y la atracción física nunca fue demasiado elevada, o se pulverizó por completo. Queda entonces una hermosa y franca amistad. Cuidado con confundirlos con cierta variante de pegajosos, que de ser necesario, se camuflan en esta categoría.

Cristo: se lo creía muerto, pero aparece al cabo de un tiempo renovadísimo y mucho más feliz con otra pareja. Suele aparecer de lo más sonriente en algún evento social o espacio público, presentar a su nueva compañía, y retirarse con alguna frase como: “nos estamos viendo” o “qué gusto verte”.Se le desea lo peor al igual que al villano.

Dandy: se lo suele reencontrar en fiestas o circunstancias propicias, en las que el sujeto despliega una galantería asombrosa. Aunque nunca piense realmente en reconquistar al antiguo amor, insistirá en insinuaciones sobre lo atractivo que se encuentra uno, lo agradable que es el reencuentro, o los hermosos recuerdos que se comparten. A pesar de que se lo olvide a los cinco minutos (Si el recuerdo es tan bueno, la relación no fue muy trascendente. Suele suceder con los amores de adolescencia.), éste deja a la persona de muy buen humor y con una abierta sonrisa.

Escombro: verlo da muchísima pena. Afirma que ha caído en ruina desde el corte de la relación, y se pasea dando lástima frente a todas las amistades comunes.

Ídolo: por ser un ex tan lejano, y porque la relación no concluyó con violencia explícita ni objetos voladores, se lo recuerda como un héroe, y se lo tiene como paradigma de buena relación. El ídolo suele caerse con un buen refresco de la memoria. Se incluyen en este ítem también los noviazgos de adolescencia.


Muleta: resulta muy molesto de usar, pero ayuda a movilizarse, dadas las condiciones nefastas en las que se encuentra el afectado emocionalmente (malas rachas, invisibilidad para el otro género, etc.).

Payaso: volver a verlo resulta una muy fuerte conmoción. Uno se pregunta cómo pudo haber sostenido una relación con esa figura arlequinesca, pesada, o por variadísimos motivos impresentable. Se evitará ser reconocido a toda costa por dicho sujeto, en la penosa circunstancia de un encuentro casual. Ocultará fotos, o cualquier testimonio que pueda relacionar a ese individuo con sí mismo. Incluso hay quienes niegan la existencia de aquella relación, o la pormenorizan, transcurridos los suficientes años como para poner en duda la aguda memoria de los crueles amigos. De esta situación se rescatan frases como: “Nooo, con la gorda nunca pasó nada”: “¿Qué? Naaaa, lo del chueco fue algo pasajero”: “¿Quién? Ah, no, ni me acordaba. Creo que nos vimos una o dos veces”; “¿Qué me presentó a los viejos? Cualquiera!!!!”.

Pegajoso: busca cualquier motivo para tener una interacción física o mental con la anterior pareja. Es proclive a buscar activamente medios virtuales de comunicación: msn, facebook, mails, mensajes de texto. Incluso podría frecuentar secretamente la propia casilla sin que uno ni siquiera lo advierta.

Prócer: desde que la relación ha concluido, se convierte en un héroe para toda la familia. Todos lo mencionan en algún asado, reunión, o mate de cocina. Suele ser una actitud muy común en suegras (que levantan al santo porque ya está muerto), o de abuelas, que nunca llegan a enterarse de los hábitos que tenía el “buen chico”.

Reciclable: ha transcurrido muchísimo tiempo en el cual, o se ha curado milagrosamente de los males que provocaron la ruptura, o la persona reincidente los ha olvidado (de ahí frases famosas como: “no cambiaste en nada”; “seguís igual que siempre”; o “ahora recuerdo por qué te dejé”), o los años han beneficiado al antiguo candidato con dinero o cirugías estéticas.

Villano: es el culpable de todas nuestras actuales desgracias. Se intenta perjudicarlo con gualichos, brujerías y todo tipo de supersticiones. Pierde su nombre para pasar a ser “el innombrable”. Cualquier mención casual o accidental desemboca en una explosión de improperios e insultos hacia él y toda su familia. Se le desea siempre una ruina igual o peor a la propia.

Gato negro: verlo, oír su nombre, o encontrarse casualmente con una prenda suya, da mala suerte. No se lo odia, ni se lo recuerda habitualmente. La vida transcurre lenta y agradable, hasta que algún indicio de su persona confirma el mal agüero. Suele llamar previamente a un examen, o preguntar por alguna amiga(a la que le sucederá algo), o aparecer por la calle antes de una entrevista. Las repetidas situaciones, finamente inventariadas, hacen que aunque esta persona sea de lo más agradable, se le tema, y se intente ahuyentar con todo tipo de cábalas, señas (tocarse testículo o pecho izquierdo) o talismanes contra la mala suerte.

Nota: Este archivo está en confección, y puede ser sometido a futuras revisiones y mejoras.