sábado, 4 de diciembre de 2010

Manual para sobrevivir a fin de año

Si saliste a comprarte ropa y te encontraste con que todos los negocios venden guirnaldas y luces para el arbolito, tuviste que revisar el calendario, y recién ahí, papa-moscas, te diste cuenta de que “Estamos a fin de año!”; si te irrita empezar a cruzarte con esos falsos Papá Noél que insisten con su jo jo jo, y se visten con ropa tan ridícula como abrigada a pesar del calor (quien quiera profundizar este tema, puede revisar mi artículo sobre la inexistencia de este señor, más abajo en este blog); si de pronto te encontrás un viernes a la noche en una cena con gente que no sabe nada de vos (ni vos de ellos); si tu cansancio se mezcla con la extraña excitación del entorno y eso produce una irreprimible irritación, escuchame: no mates a nadie, no cometas locuras, no intentes suicidarte, no te la agarres con el colectivero que te frena siempre a diez metros del cordón ni con el auto que se caga en la prioridad del peatón. Hay salida. Si seguís gran parte de los consejos que te voy a dar, es posible que sobrevivas (y hasta tal vez disfrutes) del “problemático y febril” fin de año.

Lo primero que hay que recordar, es que el mundo no explota. Más allá de la proximidad de las vacaciones, la mayoría de las cosas no cambian. La humanidad continúa en vigencia año tras año, haciendo globalmente las mismas pelotudeces. Hubo esperanza en el resto de los planetas de que esta nefasta especie desapareciera en 2001, pero terminó siendo un chantaje más de la misma humanidad. Aparentemente, nadie en todo el universo está muy interesado en que desaparezcamos. Sólo EEUU, pero se sabe que necesitan del resto del mundo para seguir siendo el primero (sino miren esa película en la que cuentan lo que pasaría en el imperio sin mexicanos que vendan perros calientes en la calle ni que limpien los vidrios. El país colapsa!). Así que yo diría que en ese sentido no tenemos mucho de qué preocuparnos.
Descartada la cuestión del “fin del mundo”, pasemos a la idea más humilde y concreta del “fin de ciclo”. Para dar mi consejo sobre este punto les referiré una historia.
Hace unos pocos días, tomando una de esas cervezas cuyo burbujeo conduce inevitablemente a la reflexión metafísica, conversábamos con una amiga sobre esta cuasi imposición del “balance de fin de año”. En un ritual casi catártico, las dos descubrimos que la hipótesis del “mal año” (perdón por el abuso de comillas, gente!) era completamente caduca, porque el balance nos venía dando pérdida desde hace varios años, y el buen año había quedado sepultado en un viaje de egresados, o en cuarto grado, cuando nos parecía que los chips de la primera comunión eran realmente lo mejor de nuestras vidas. Gente, no quiero obligar a nadie. Sé que esto del balance entretiene a muchos y hay quienes aprovechan esto para lloriquear un poco al estilo Andrea del Boca y ligarse unos mimos. Nomás aclaro que a los que la listita les viene dando en rojo desde hace un buen tiempo, adhieran a la CAMPAÑA N° 1 POR UN FIN DE AÑO SIN BALANCES. Creemos que es sana, y que cuando se llega a la meseta de la vida, y antes de empezar a caer en picada, es apropiado dejar de bajonearnos justo a fin de año, cuando la vida por fin nos da una excusa para ponernos en pedo día por medio, para cancelar cenas molestas porque “justo ese día tengo otra cena”, y para soñar con irnos al Caribe, aunque finalmente terminemos en la pelopincho de un amigo.
Despejada esta segunda e importantísima cuestión, pasaremos a las minucias mismas del fin de año.

Como el facebook y el facebutt están de moda, vamos a hacer una aclaración de los que nos gusta y lo que no nos gusta, pa hacerme la moderna y de paso pa agilizar un poco la cosa.


Nos gusta:
• Aprovechar para decir que queremos a quienes realmente queremos, y nos bancaron todo el año, o un mes, o un día, o todos los años menos el que pasó.
• Hacer un regalito a la gente que queremos, y si no tenemos guita, usar la expresión “No tengo un sope”, que siempre es efectiva porque no sólo da cuenta de nuestra inferioridad económica, sino también de nuestra incapacidad de decirlo al derecho.
• Hacer planes basados en nuestros deseos, tanto para despedir el año transitado, como para recibir al venidero.
• Programar de antemano fiestas antes y después de las cenas navideñas (por lo general invadidas de niños) y findeañeras.
• Recibir al año próximo sin expectativas, y evitando esa frase traicionera de que “se va todo lo malo y viene todo lo bueno”, excepto que estemos pasando año nuevo con el mago Merlín o con el Hada Madrina. En ese caso, cópense e invítenme a mí también, que siempre quise saber por qué se ortivó con la Cenicienta y le dijo “Hasta las doce” la noche más importante de su vida.
• Agarrarse una buena curda, bailar, cantar de alegría y abrazar a quién se nos cante por una noche.
• Aprovechar el pedo para hacer insospechadas confesiones que al otro día nadie recordará (en mi caso debería dejar este comportamiento sólo para fin de año, lo que mejoraría mi imagen notablemente).

No nos gusta:
• Hacer regalos por compromiso, y terminar diciendo “No tengo un sope” después de navidad y antes de año nuevo.
• Hacer cosas por obligación, justificando el capricho de parientes tiranos que ni siquiera recuerdan nuestro cumpleaños.
• Esperar que el año próximo realice milagros por sí solo, sin nuestra activa intervención.
• Llamar a gente que no nos importa realmente, sólo para quedar bien.
• En fin, no nos gusta UN FIN DE AÑO CARETA.


Por mi parte, les digo que aplicando mis propios consejos, adhiero a la campaña sin balances, mientras organizo una fiesta de noche buena, y planeo recuperar mi óptimo nivel de alcohol en sangre.
Entre los que me bancaron, están todos ustedes, que leyeron tooooodos mis santos disparates, y todavía no se cansan.
Gracias por el aguante!!!!, y que tengan un hermoso fin de año!!!!
Los quiere,
Anet.

lunes, 2 de agosto de 2010

La nieve de los curdas

A todos los borrachines parranderos, arlequines de la noche que no se cansan de buscar la alegría hasta que el sol los sorprende en sus piruetas.

Por esas horas de la madrugada de un domingo de invierno en las que el amanecer mezcla olores de alcohol y cigarrillo con la primera helada; cuando los sensatos, los cansados y los inmunes a las luces nocturnas están a salvo de ese frío que mete presión desde los vidrios empañados de las ventanas; en esas altas o ya bajas horas con tan poco renombre, oscurecidas por el brillo parrandero de las tres de la mañana y por el matutino movimiento de las diez, las calles, los colectivos y los autos se dejan habitar por los sobrevivientes de la juega, héroes tambaleantes, embriagados, de paso y movimientos siempre imprecisos, que resistieron la tentación de emprender retirada a las cuatro, cuando el sueño empieza a ganar la partida, o que se acercaron a cualquier sitio seducidos por una irresistible música fuerte que indicaba fiesta, a pesar de la vagancia de salir de casa en una noche de invierno y a sabiendas de que el regreso va a ser mucho peor. Esto último en el caso de los que dependemos del transporte público y sabemos que en ningún lugar se siente tanto el frío como en la parada del colectivo, cuya tolerancia de tiempo de llegada oscila entre cinco minutos y una hora y media.
Entre esos héroes silenciados por la literatura, los que resistieron o mejor dicho, desistieron de los embates del sueño, los que se abandonaron plenamente al devenir de la noche sin importar las peripecias pronosticadas para el regreso o la resaca del día siguiente, entre ellos me encontraba en la fría madrugada del pasado domingo. Después de una espera no tan cruel de veinticinco minutos estaba ya a bordo del colectivo cuyo número indicaba que en algún momento estaría por los alrededores de mi casa (el detalle numérico no es menor, considerando la experiencia de haber descubierto demasiado tarde el equívoco de haberse tomado otra línea o dirigirse hacia la dirección opuesta, algo más que habitual en esas circunstancias de tan poco discernimiento), compartiendo el silencioso retorno junto a otros curdas, alrededor de diez sobrevivientes desperdigados solitariamente en los asientos del colectivo.
En ese dejarse ir en el que el traqueteo del vehículo arma un coctel de recuerdos fragmentados de la noche vivida, algunos de ellos provocando repentinas sonrisas como muecas espasmódicas, y todos ellos mezclados dulcemente con una pizca de mareo que ya anuncia que el colchón va a dar un par de vueltas antes de que el sueño por fin gane, allí me encontraba yo, mirando complacida por la ventanilla, cuando el milagro sucedió.
De pronto, todos los curdas empezamos a dar gritos de alegría, a saltar de felicidad, a sacudirnos por última vez del letargo que ya empezaba a ganarnos: estaba nevando. Los que iban en auto daban bocinazos, nos hablábamos a través de las ventanillas, era necesario decirnos que estaba nevando para terminar de creerlo. Esa nieve blanca, redondita, tan codiciada en Buenos Aires, nos daba el protagonismo a nosotros, los sobrevivientes de la parranda, los pocos que a esa hora seguíamos dando vueltas por las calles. Por un instante me sentí Greta Garbo (una gentileza de mi tierna borrachera), sacando la mano por la ventana y dejando que la nieve me mojara el morral sobre mis rodillas. El curda de atrás no tuvo mejor idea que llamar a la novia, la que, por lo que pude escuchar, lo mandó a meterse los copos de nieve en el…, por no comprender la magia de ese milagro que nos entregaba inesperadamente su exclusividad. Otro loco no paraba de mandar mensajes y un par de cadáveres quedaron inmóviles en sus asientos, que ya demasiado borrachos y dormidos se habían perdido la primicia por muy poco.
Pensé en mis compañeros de juerga que en ese momento, según me enteré al día siguiente, contemplaban la nieve junto a una muchedumbre que se había amontonado con gritos y festejos en la puerta del vagón del tren que esta vez se abría para dejar a todos con la boca abierta.
La nieve duró aproximadamente diez minutos y en seguida se desvaneció, como si nunca hubiese existido. Sólo los curdas pudimos disfrutarla. Y supongo que sí, a los demás testigos les habrá pasado lo mismo que a mí. Porque, ¿quién le cree a un borracho? Nadie.
Pero el milagro sucedió. Y nos dejó el brochecito de oro de una noche inolvidable.
A los curdas.

martes, 13 de julio de 2010

Dificultadesquepuedenpresentarsepara conoceralamordelavidatítulolargosiloshabráporquénohabréhechouncursitodeperiodismoodesíntesisodesuspirodepapel

Una de las mayores dificultades para encontrar al amor de la vida es que, lamentablemente, nunca tenemos el suficiente tiempo como para conocer a todas las personas del sexo opuesto (o del mismo). El amor de la vida podría haber nacido en China o en Nueva Zelanda, lo que aún complica las cosas si uno es un sudaca pobretón cuyo máximo nivel de exploración transcurre entre Gesell y Mar del Plata. Claro que la carencia económica acota las posibilidades, pero bueno, también podemos despojarnos de aquel preconcepto de que los grandes amores son los que rompen los códigos sociales, y podemos pretender un amor de la vida seco y gasolero como el mismísimo buscador.
Asimismo, me he permitido elaborar algunas recomendaciones para no desperdiciar las oportunidades que se presentan, ya que, como sabemos, el aumento de la población mundial durante el siglo XX ha devastado por completo esta teoría tan apta para planetas más pequeños como el del principito, o hasta otros un poco más grandes, pero sin un precio tan alto del viaje en avión, sin subida del dólar y del euro, contra la caída de todas las demás monedas. Pero como saben, apenas toco el tema de oído, así que si algún economista pretende sumarse a la disquisición, será más que bienvenido.
Entonsse, primera recomendación: si el buscador viaja en micro, recuerde que los viajes de larga distancia son ideales para conocer al verdadero amor. Camine por los pasillos cada tanto, torpe y despreocupadamente, para no descartar choques imprevistos, por qué no, cargados de insultos en la primera oportunidad. Evite dormirse, y si se duerme, evite roncar o babear, piense usted que aunque sea el amor de su vida, tampoco estará dispuesto a tolerar lo peor de usted en el primer encuentro.
Segunda recomendación: no ignore a personas que a primera vista usted descartaría por meros prejuicios. Recuerde todas esas historias de cruces de toda índole (el viejo y la joven, la prostituta y el empresario, la chica punk y el flogger, el ruso y la argentina, etcétera, etcétera, etcétera) que cada tanto nos dejan con la boca abierta y un corito de “¡pero mirá vos!”. Sea menos prejuicioso, hable con los ancianos en la cola del banco, vaya a restaurantes de comida étnica, a bares de extranjeros, a recitales de música que no le gusta, amplíe el espectro.
Tercera recomendación: aproveche los momentos de “peor imposible” para creer que se está dando la circunstancia más propicia para que aparezca el amor de la vida. Sin echar baldazo a tal probabilidad, solo recomiendo tener en cuenta que la mayoría de las veces el amor de la vida no aparece y simplemente se nos larga el chaparrón encima, un camión nos ensucia toda la pilcha, nos afanan, se rompe el bondi, se para el tren, nos dejan plantados, nos despiden, etc, lo cual nos deja apenas en el vasto territorio de los ordinarios días de perros.
Cuarta recomendación: vaya a lugares a los que pensaba no ir. Cancele sus propias cancelaciones. Puede ser que a fuerza de contra cancelaciones usted se convierta en un gran salidor diurno y nocturno, especto que suele influir notablemente en el porcentaje de posibilidades (muy poca gente ha encontrado al amor de la vida en su propia casa).
Quinta recomendación: contrariamente a la recomendación anterior, propongo que tampoco se pase de mambo y que cada tanto haga “guardias” en su propio hogar. Tenga en cuenta el gag del llamado o la visita inesperada.
Si usted cree que me dedico a mirar películas románticas y que todo lo que digo jamás estuvo tan alejado de la realidad, le diré que es muy cierto. Pero bueno, si hay que creer en algo, me quedo con el absurdo.
A quien tenga más recomendaciones le ruego que las envíe. A quien se considere el amor de mi vida, le ruego que me escriba en privado, que me envíe su dirección, teléfono, mail, o que me mande rosas durante un mes. Luego puede revelar su identidad.
¡Hasta pronto!

martes, 29 de junio de 2010

¿Por qué llegás tarde?

Algo tan difícil de explicar, sin embargo, cuya génesis sale (o no quiere salir) de las fauces de un revoltijo de sábana y acolchado que intenta convencerme de que afuera no hay nada bueno, y de que todas las obligaciones que me llaman a gritos con tono de despertador son apenas una débil insistencia absolutamente portergable.
Empieza ahí, admitámoslo. Pero no es eso sólo. No, porque tampoco puedo explicar cómo puede ser que entre la cama y el baño haya un tunel del tiempo, cuando habitualmente ese trayecto se resuelve en cuatro pasos; cómo es que el inodoro se transforma en una eterna sillada de la contemplación del cerámico; cómo que el espejo me capta, con esa cara de mongui que no puedo creer que sea la mía, y que en breve tiene que transformarse en una cara socialmente aceptable, o algo así. No puedo creer tampoco que después de oír el pronóstico climático nunca termine de unir en mi mente los grados anunciados con la cantidad de abrigo necesaria (y que no me convierta en un oso polar ambulante), que nunca esté totalmente segura del mucho o tanto frío que hace en la calle, cuando yo siempre me despierto helada y me parece que afuera hace un frío de morirse. Mucho menos puedo racionalizar esas idas y venidas en las que inútilmente intento combinar lo incombinable y me convertirán en fracciones de hora en una transeúnte absolutamente ridícula, de las que sin duda han perdido una vez más la batalla diaria contra la moda, el buen gusto y esas reglas de combinación de colores (que tanto me cuestan entender con todas las luces, y que en ese trance de letargo neuronal ya se me presentan absolutamente ininteligibles) que tanto fascinan a las mujeres. Al alba, la escala cromática que perciben mis agudos sentidos puede resumirse en la alternativa entre un gris, un gris oscuro y otro gris más claro. Todo lo demás son sutilezas.
No sé realmente cómo puede ser que para vestirme tan mal, cepillarme los dientes mientras me pongo una media o un zapato, y salir perfectamente mal vestida y despeinada pueda tardar tanto.
Pero más allá de todos estos actos tan cotidianos como inexplicables, que hacen de cada mañana un momento crítico en el que la única frase que cuadra es “odio mi vida” y en el que siempre, sin falta y puntualmente, mi alboroto inútil por no llegar tarde contrasta con la imagen publicitaria de esa familia que se levanta cinco horas antes para desayunar, y tiene tiempo para hacerse tostadas, conversar en la mesa y exprimirse un jugo de naranja, retomo, entre todos esos actos incoherentes hay uno que se me presenta como certeza y es aquel en el que aún sabiendo que llego tarde, que estoy mal vestida y que una vez más la directora, o la preceptora del colegio, cuando no el jefe o jefa de turno, me va a mirar mal, aún así, me pierdo en el remolino de mi café con leche, calentado, eso sí, con mi cronómetro deficiente de fórmula uno, en un minuto de microondas. Pero esos minutos que pueden ser tres, cinco, o eventualmente diez, de mirar relajada el leve fluir blanco y marrón de mi taza confirman que detrás de todos esos hechos torpes e involuntarios, existe en mí el profundo e incorruptible deseo de llegar tarde.
Vaya a saber uno por qué.

viernes, 5 de marzo de 2010

Díganme...

Bueno, parece que ya soy licenciada. Así que, por favor, ejem, díganme Licenciada.

Para iluminar este momento, les refiero un diálogo con un ser imaginario, que aclarará toda clase de dudas al respecto. Este modelo conversacional evitará toda clase de repeticiones en los días sucesivos, y nos ayudará a llegar con mayor rapidez a lo que llamamos “la parranda final”.

-Ana, ¿cómo que te recibiste?

-Sí, me recibí. Bah, ya puedo iniciar el trámite del título, pero el título lo voy a tener por lo menos dentro de un año.

-¿Pero vos no te habías recibido?

-No, ya era Profesora, pero todavía no era licenciada.

-Ah, ¿te faltaban materias?

-No.

-¡Te faltaba la tesis!

-No, Letras no tiene Tesis.

-Ahh, ¿un final te faltaba?

-No no me faltaba ningún final, entregué una monografía y me la tenían que corregir.

-¿Y cuando la entregaste?

-Hace un año

-UN AÑO!!!!!! ¿Cómo tanto tiempo? ¿Y no lo demandaste al profesor? ¿No podías hacer nada?

-No, en puán eso es normal. Los tipos se toman "sus tiempos". Y armar quilombo no conviene, por el asunto de "la nota en juego", si se entiende.

-¡Pero qué barbaridad!

-No tanto, la vida continúa igual que siempre.

-Ah, bueno, pero ya vas a estar más tranquila, ¡no vas a cursar más!

-Hace un año que no curso, ya me olvidé de lo que es cursar.

-Ah, ehhh, bueno, ¡felicitaciones! Entonces, ¿cómo no nos avisaste? ¿Cuando te pasan la nota en la libreta?

-No, no te la pasan a la libreta. De hecho, ya no tengo libreta. Te avisan por mail, y te pasan la nota directamente al sistema.

-Ah, ehh, bueno… felicitaciones????

-Sí, gracias!!!!

Bien, ante la sorpresa, el alivio, y la incredulidad de las masas, he llegado al momento de la acreditación de estudios, algo que lamento profundamente, porque la libretita de estudiantes me brindó una cantidad de felices descuentos en el bosque de arrayanes, en la entrada al machu pichu, en el tita merello (cuatro pe! Loco!), el gaumont, y el teatro el pueblo.

Bueno loco, creo que me voy a anotar en el CBC de algo, nomás para mantener esos codiciados descuentos de estudiantes que sólo serán superados cuando sea una ancianita jubilada, y me vaya cada dos por tres a Cataratas.

Mientras tanto, por favor, díganme Licenciada!

domingo, 31 de enero de 2010

De por qué Papá Noel no existe, pero en cambio es muy evidente que los Reyes sí

A mis hermanos, con quienes creímos siempre en los Reyes
Y a los Reyes Magos


Queridos amigos, colegas, correligionarios, contrincantes, compañeros…

Como ustedes ya muy bien saben, esta pluma suele ser en extremo veraz y responsable, y sólo se dedica a disertaciones que realmente lo merecen.
No quiero alardear de mi seriedad periodística, pero creo que esta es una de las principales causas con las que me he involucrado, ya que, como detallaré más adelante, la situación de los Reyes Magos es de lo más precaria.
Antes de informar sobre lo que les está sucediendo, haré una previa revisión histórica para poder desarmar algunos mitos y esclarecer algunas falacias muy comunes entre la opinión pública.
Con respecto a la existencia de los Reyes Magos y de Papá Noel suele decirse lo siguiente:
1. Papá Noel y los Reyes Magos no existen.
2. Existen tanto Papá Noel como los Reyes Magos.
3. Existe Papá Noel, pero los Reyes Magos no.
4. Existen los Reyes Magos, y el que no existe es Papá Noel.

Estas son, lógicamente, las cuatro afirmaciones posibles, siendo sólo verdadera la última por los siguientes motivos:
De la primera afirmación podemos decir que suele estar en boca de los típicos mequetrefes que no creen en nada. Yo le digo a esta gente: si vas a decir que no existe nada, bueno, argumentá, presenta un habeas veritatis, arma una cámara oculta, o lo que sea. Negar por negar es una postura demasiado fácil, y no porque chantemos un no rotundo vamos a estar a salvo de las fauces de la ignorancia, que nos acechan desde los lugares más inciertos e insospechados (sí, me copé con el prefijo in-, ¿y qué?).
Luego, de la segunda afirmación podemos expresar, en primer lugar, que suele estar en boca de los ingenuos, los que no cuestionan y siempre confían en todo lo que dicen los padres, la señorita de primer grado y la tele. Está comprobado que estas son las tres primeras fuentes de obstrucción en la construcción de pensamientos con validez lógica. Por incoherencia abismal entre la teoría y la práctica, por miedo a un juicio y porque la estupidez vende, estas fuentes originan una inconmensurable cantidad de fisuras en el pensamiento lógico humano. Así que ojito con eso.
Además del escuadrón de crédulos, admitámoslo, ya en vías de extinción, más de uno me parece que se hace el gil para seguir ligando regalo. A estos ni los contamos, y asumimos directamente que de todos los que dicen que Papá Noél y los Reyes existen, un 10% miente nomás de puro careta, por miedo a que alguien lo escuche y después no le regale nada.
Pero además, hay una especie de supuesto basado en que si uno existe, los otros también. Y esto no es así. No señores, nada que ver. Los Reyes están vinculados directamente al nacimiento del niño Dios, pero no a la existencia del gordo ese, que siempre se caga de la risa (¿qué es tan gracioso?, ¿por qué no nos contás qué es tan divertido en el Polo Norte?), y que aparte parece que era un obispo que andaba regalando juguetes en navidad. O sea, el milagro del nacimiento de Jesús no tiene absolutamente nada que ver con el Papá Noél ese. Y además, suponiendo que el San Nicolás ese haya existido, no tiene ningún sentido que el tipo siga viviendo todavía. ¿Qué es, Tutankamon?


En cambio, los Reyes son “magos”, y los magos pueden hacer todo tipo de magia, como vivir eternamente y teletransportarse, dos cualidades importantes que hasta ahora ningún cura pudo hacer por más santo que fuera, y que en cambio cualquier mago cualunque saca de taquito (desde Merlín hasta Gandalf, pasando por otros menos importantes y con una reputación más baja).
Por lo tanto, los que creen en uno y en los otros por default, por favor, revisen sus aserciones. No tiene nada que ver Pablito Ruiz con Pablo Milanés, ¡por dio!
Una vez revisadas las dos primeras y falaces afirmaciones, pasamos a la tercera y la cuarta, que nos conducen directamente al meollo de la cuestión.
Para demostrar que la tercera afirmación es falsa y la cuarta es verdadera, tendré que basarme en pruebas que vengo acumulando desde mi tierna -aunque también avispada- infancia.
¿Cuántos “Papá Noel” vieron lo largo de su vida? Seguramente muchísimos, gordos, flacos, canosos, con pelo negro asomando debajo de una peluca blanca, con lentes sin aumento, promocionando desde un auto cero kilómetros hasta la calesita de la esquina. Yo les juro que en una navidad vi uno que a la legua era una Mamá Noel, empecinada en demostrar que su contextura y facciones, que coincidían perfectamente con las de la vecina de enfrente, encajaban en realidad con esta multifacética identidad navideña.
En cambio, yo les puedo asegurar que a los reyes no los vi jamás. Tampoco les puedo decir que recibí regalo de Reyes todos los años (más bien casi ninguno). Y eso es porque los Reyes, gente, hacen lo que pueden. Como tan bien lo explica la trillada frase, no pueden estar en todas las partes del mundo a la vez. Conocen sus limitaciones, y las llevan con dignidad hasta las últimas consecuencias. Eso sí, un poquito de agua y pastito pa´ los camellos, no se le niega a nadie. Y por eso, lo más extraordinario de los Reyes, no es un vulgar regalo comprado en la juguetería del barrio, sino la huella infalible de su presencia, evidenciada en el agüita y el pastito que se morfetearon los camellos la noche anterior. Y agrego algo que, se lo van a tomar a risa: yo a los Reyes no los vi, pero una vez los escuché. Y al otro día, cantado: no estaba ni el agua ni el pasto. ¡Más claro, echale agua!
Papá Noel es un (digámoslo ya) cerdo capitalista. Los Reyes son unos trotamundos hippies, bohemios de la buena estrella, mendigos del mendrugo de pan a cambio de un deseo de felicidad, paz y amor en el mundo.
No puedo revelar todas las pruebas, pero tengo entendido que detrás de Papá Noél hay muchísimas corporaciones multinacionales que alimentan esta figura, absolutamente inexistente, y comparada ya por sus múltiples apariciones con Bin Laden. Estas mismas se encargan de difundir entre los niños (con adolescentes impostores que imponen la voz en escuelas y plazas) que los Reyes no existen.
Desde la injusticia, la melancolía y la indignación les digo no sólo que los Reyes existen sino que su magia está perdiendo poder, por el terrible inconveniente de que cada vez menos niños creen en ellos. (Si tienen inquietudes con respecto a este mecanismo, les recomiendo que revean La historia sin fin, donde se explica perfectamente.)
Tengo entendido que, de los bienes que tienen desde aquel nacimiento milenario, el incienso que les queda es muy poco, y lo racionan en sahumerios con los que se hacen una que otra changuita en Plaza Francia, San Telmo y otras ferias artesanales. La mirra no les sirve para nada. La quisieron vender en once, pero nadie se la quiere comprar a menos de cinco pesos, confundiéndola con otras fragancias truchas de un valor mucho más bajo. Y del oro, lo poco que les queda, lo van utilizando para pagar una pensión en la Localidad de Lanús, con la que estiman que les queda, al ritmo que van, para apenas unos 240 años más. (Dato aportado por la doctora Peralta, quien afirma que incluso los vio dar unas vueltas en el camión de los bomberos voluntarios de la localidad, con quienes hicieron muy buenas migas, y hasta comparten una birrita cada tanto.)
Realmente, la situación de los Reyes, como adelanté al comienzo de esta exposición, es muy precaria. O sea, no es joda, loco, los Reyes están en la lona.
Por culpa de las corporaciones y de los cerdos capitalistas nos estamos olvidando de estos maravillosos y milenarios seres mágicos que, está bien que no nos dejan un pomo, pero son los testigos vivientes de aquel milagro del Mesías Jesucristo, que al final no sirvió pa’ mucho, pero al menos dio a la humanidad la esperanza de que el mundo iba a cambiar; episodio que según los mismos Reyes sólo se volvió a repetir en la década de los sesenta, para que luego el mundo volviera a hundirse en su habitual oscuridad y pesimismo.
Yo les pido, amigos, que no dejemos de creer en los reyes. Y aunque no nos dejen regalito, pongámosle el tarrito con agua y un poco de pastito. Tal vez, a fuerza de levantarles la autoestima, vuelven a andar de gira, y hasta nos regalan un mundo mejor.


Nota pertinente:
Debo aclarar que la situación de los Reyes Magos no sólo se debe a que la opinión pública se dejó llevar por las lucecitas de colores del emblemático ho ho ho. Fuentes que no pueden revelarse me han informado que luego de Vietnam, el último Woodstock y otros acontecimientos concernientes a la misma época, se dedicaron a “invertir” su oro en drogas, viajes místicos por el Amazonas, recitales y juergas con señoritas a las que les probaban sus capas y coronas, y las nombraban reinas de quien sabe qué regiones. Esto disminuyó mucho su riqueza, es verdad. Tampoco vamos a decir que los reyes son unos santurrones y que no tuvieron la culpa de nada. Pero vamos, al fin y al cabo, después de dos mil años de rectitud, ¡una década de diversión no se le puede negar a nadie!
Luego de la década llamada por ellos mismos “infame”, volvieron a sentar cabeza y a buscar nuevamente un oficio del que vivir. Pero para esa instancia, el imperio soviético estaba derrocado, el mundo ya se manejaba a través de acciones y movimientos bancarios, y comprendieron algo tarde que habían gastado más dinero del necesario, encontrándose en un mundo en el que sin sponsor, agentes de publicidad y RRPP, ya no eran nadie. A pesar de haber intentado montar sus propias estrategias de publicidad, de recurrir a cooperativas y a gestiones independientes, su situación fue decayendo hasta llegar a la situación de pobreza en la que se encuentran actualmente, escuchando sin parar un disco rayado del polaco, con la yerba al sol y con el hígado a la miseria de tanto tomar vino Toro. Otra changa con la que subsistieron un buen tiempo fue con la “vuelta al camello”, recurso que comenzó a menguar a partir de que cerraron Tierra Santa.
Se comenta que de aquella época de gestión independiente quedaron algunos grafittis con leyendas como estas: “Si querés vivir como un Rey, votá a los Reyes”; “Este enero esperá a los Reyes, no te hagás el gil”; “Contigo, agua y pasto”; “El que espera no desespera”; “¡Aguante el Oriente!”. Lamentablemente, fueron tomados como fundamentalistas terroristas, y estas pintadas nocturnas les valieron una nefasta noche en una comisaría de Flores, donde les costó un gran esfuerzo explicar que eran los mismísimos Reyes Magos –imagínense la cargada más chica de la Federal-. Afortunadamente, salieron gracias a un contacto, aparentemente un ex montonero que en aquel entonces tenía un cargo político como representante del PJ.

miércoles, 16 de diciembre de 2009

Cuentas pendientes

A mis amigos conurbanenses, podris, a todos los hombres y mujeres sensibles del oeste, y al colectivo de El Río sin orillas, que escribió tan interesantes pensamientos, y de paso me recordó que me quedaba tinta en el tintero.

Tal vez tenía que pasar un tiempo, digamos, había que esperar a que se asentara el golpe. O como siempre, tenía que desoír algunos cuestionamientos más. ¿Por qué, si subo siempre al blog tantas bolud…por qué había omitido, seguramente, lo más importante que me pasó en el año? Considerando, claro, como importantes aquellas circunstancias en las que por poco no la contás, o quedás medio pelotudo, o con algo menos (como un ojo, o media dentadura, o alguna función cerebral).
Y no, lo omití deliberadamente, eso de que a la piba que escribe en veredas rotas lo que se le rompió fue la frente, el bocho, la capocha, y contra las vías del Sarmiento, y sí, también bastante lejos de casa.
Omití narrar tal vez uno de los hechos más narrables en lo que viví del año, el golpe por querer hacerme la lumpen (y el tren me explicó que no, que una cosa, como dicen los chicos, es tener amigos y hermanos por el conurbano, y otra cosa muy distinta es ser realmente una chiquita del conurbano), por querer saltar así como lo hizo el Pancho, por no animarme, y hacer todo ese movimiento extraño que hice, y que sólo puede reproducir verbalmente la maga.
No conté que el golpe fueron dos segundos, que me levanté en seguida, y que la frente me dolía tanto que sentía que me faltaba un pedazo de hueso. Cómo no contar ese viaje hasta el hospital con un cacho de Página ½ en la herida que Pancho me puso para que no saliera tanta sangre. Y después, el Panchito corriendo de acá para allá para que me atendieran en el hospital de Moreno, el Gonza que cada tanto me abrazaba para que no me derrumbara, la maga comprándome una golosina en un kiosco de afuera, esperando para recibirme con su ternura de siempre cuando en algún momento saliera de la sala de guardia. Y yo, que no me permití caer casi, que me guardé las lágrimas porque lo urgente era hacer algo con la herida (además de que para mi extraño razonamiento, a mí se me había partido el cráneo), que no quise asumir toda esa sangre en la cara y empecé a limpiarme frenéticamente con las gasas, mientras me imaginaba que la caja se había salvado milagrosamente (y la caja, como todo lo que venía con ella, como tantas otras cosas… se había hecho pelota).
Pero los chicos y yo sabemos que tal vez el golpe más duro no fue el que me abrió semejante tajo en la capocha. Mi golpe no era nada. Es decir, era algo, pero en relación con todo lo que vimos en esas horas de espera, de radiografía, y de esperar de nuevo a que me cosieran, realmente, lo mío no era nada. Un padre esperaba parado con el nene de un añito en los brazos, casi adormecido, con un alambre que le atravesaba la lengua. Una mujer inconciente en una camilla recibía las cachetadas suaves pero desesperadas del novio o el marido, que la quería despertar para preguntarle qué había tomado. Un nene con una herida en el pie que empezaba a hacerse gangrena, el mismo nene al que me surgió acercarme y acariciarlo cuando el médico le clavó una inyección en la herida infectada, porque en ese momento todos habían olvidado que después de todo no era más que un niño, y además de pincharlo era necesario que alguien lo calmara, lo acariciara, le dijera que ya iba a pasar, que después de eso no le iba a doler más nada. ¿Qué más? Tipos todos ensangrentados, ya no recuerdo mucho más, los chicos sí, el Gonza y Pancho, que me cuidaban mientras presenciaban igual que yo todo eso junto. El médico, sangre fría, que pensábamos que era cubano y al final era colombiano, iba para todos lados atendiendo. Y resulta que era cirujano plástico y tuvo la gentileza de coserme con la plástica, y no a lo matambre. Después, mientras me cosía, una chica de dieciséis años hablaba con la enfermera para atenderse porque se había hecho mal un aborto. Y ya ahí, en las finales de la aventura, escuchando eso, pensaba que ya era suficiente por ese día.
Salimos del hospital, y la maga con su chocolate y su ternura. Y yo, que no quería saber más nada, que me dolía la cabeza, no sé si por el golpe o por todo lo que había visto y escuchado en esas horitas.
La cosa nos había salido mal. La idea de irnos a pasear, el pasaje no pagado que lo pagamos caro, y yo con la cabeza rota. Pero de eso ni hablábamos. Solamente hablábamos de los nadies, de los que todos los días pueden caer en un hospital público, no por hechos circunstanciales, sino porque no tienen otro lugar para ir. Los que se cortan y llegan al hospital caminando porque no pueden pagar un remís. Los que van cuando ya está todo demasiado avanzado, cuando el dolor ya no se aguanta más, cuando la salud es apenas una alternativa y no la más esperada. Nosotros habíamos estado ahí, y aunque la herida de mi frente existía, se podía ver y tocar, sabíamos que no era nada. Que lo grave, lo irremediable, es esa otra realidad, la de los ignorados por toda la sociedad, los que se mueren de cualquier forma porque no tienen ni seguro médico, ni obra social, ni tu tía. Los que desde el vamos no tienen chance. Y yo usaba la gasa para limpiarme la cara, la misma gasa que en ese hospital habrá faltado más de una vez. Yo, que no tuve que esperar demasiado para que me atendieran, digamos la verdad (además de que Pancho rompió las bolas todo lo que pudo), porque me vieron blanquita. Los morochos, negros, cabecitas, o como quieran llamarlos, en general, son casi invisibles. Y ni se quejan, ni se los escucha. Viven acostumbrados a no ser vistos, a no tener, a no esperar. Viven lo que pueden y como pueden, hasta que se mueren, de dengue, de sida, de cáncer, de gripe, de infecciones, de lo que sea. Se mueren, y nadie lanza habeas corpus por ellos, nadie hace protestas ni juicios ni cuestionamientos severos. Son el porcentaje estable de pobres, de indigentes, ese que hace horrorizar a los señores y las señoras “bien” cuando sube más de lo esperado.
Sí, tenía que esperar un poco para escribir tal vez una de las pocas cosas que valen la pena ser narradas de este año. Después, las ausencias, las ilusiones que se rompieron junto a mi caja, las decepciones, el cansancio, las batallas perdidas… contarlos no vale la pena.
Tal vez sí valga tratar de hacer visible lo invisible por medio de mi escritura. Recordar junto a los que leen que en ese tren que me marcó hay gente que viaja todos los días, que lucha por sobrevivir, que no busca ni cree en un sueño fútil de progreso sino que la pelea para tener un plato de comida cada día, nada más. Que, no porque aceptemos una ceguera colectiva, la miseria va a dejar de existir. Que mientras nosotros los negamos, ellos, los nadies, siguen naciendo, viviendo y muriendo de la única forma que pueden.

Quería cerrar el año con esto, una cuenta que tenía pendiente.