domingo, 24 de mayo de 2009

Extraños episodios en ciudadela

Suena raro, pero en la Terminal de colectivos de la línea ochenta y cinco, no sólo hay coches esperando para salir.
Resulta que detrás de todos esos enormes micros hay un terreno valdío. Si usted se anima, por ahicito nomás hay un galpón. En el galpón hay un hombre rubio, de pelos largos como crines, al que llaman el cocinero. El hombre es agradable, conversador, y siempre cuenta historias de campo, o baila chacareras y zambas. Si uno va de día, el hombre anda cocinando, haciendo milanesas para los colectiveros que almuerzan en la
Terminal. Siempre cocina carne, por eso tiene cuchillas, y abunda el olor a sangre. A veces agarra un churrasco bien fileteado y alargado, y se pone a bailar una hermosa zamba, que encanta a los que lo observan, porque es un gran bailarín, y las gotitas de sangre caen a ritmo.
Dicen que de noche se arma peña, y acude al lugar gente extraña de distintos lugares.
Dicen que este hombre no es más que el mesmo mandinga, que las peñas son bailes satánicos (el diablo se esconde en la guitarra y en el folclore), y que el propio cocinero se encarga de sacarle el corazón a algún joven desgraciado que llegue al baile por error, o que fue atraído por la endulzante música. Dicen que si alguna joven baila una pieza con él, se enamora al instante, y él se la lleva al infierno donde tiene su reposo sin descanso, y las jóvenes lo acompañan a cambio de jugosas milanesas.
Dicen también algunos mal pensados (y malhablados) que tal terreno no existe, mucho menos el galpón, y ni hablar de ese rubito lisonjero de mirada peligrosa. Aunque cuando el viento sopla fuerte y se lleva los sonidos a otra parte, algunos vecinos de la zona creen escuchar rasguidos salvajes, gritos sapukay y algunos sonidos un poco más dramáticos.
Yo no he ido a esa Terminal ni de día, ni de noche. La sola idea de encontrarme al mandinga me pone los pelos de punta. Metódicamente, cuando rumbeo para esos lados y estoy por llegar a la Terminal, me bajo dos cuadras antes.
Creer o reventar.

Amor de umbrales

Al negro David, y a su jujeña.

Esta no es otra que la historia del negro David. ¿Y quién es el negro David? Un pibe joven, con una sonrisa de mulato hermosa, y una voz tan increíble que una vez que se lo oye cantar, es imposible olvidarlo. Así es el negrito, en términos generales. Además de que canta zambitas como los dioses, también baila que da calambre (y sí, el talento suele venir mal repartido, a algunos mucho, y para nosotros nada). Con lo cual, se podrán imaginar que si no seduce chinas cantando, el remate viene en el baile. Pero así como ya lo imaginamos tan seductor, también es un terrible enamoradizo, y por acá viene la historia.
Resulta que el negrito es de Moreno, pero quiso el destino (o mandinga, estas cosas nunca se saben) que un verano armara la mochila y se fuera rumbo al norte. ¿Se lo imaginan? Yo, sí, cantando, de baile en baile, carnavaleando por todas partes. No sabemos si fue tan así. Pero sí podemos creer que a alguno que otro bailongo fue, porque en uno de esos se enamoró. A primera vista, así nomás. El negro la vio y ya le hervía la sangre de ver una jujeña tan linda. Como todos se estarán imaginando, la sacó a bailar (no chacarera, sino una buena cumbia) y (esto me lo figuro yo) cuando la china sintió su ritmo, ahí nomás se enamoró también.
No vamos a contar demasiado de la intimidad de este romance, sólo que se fueron a la orilla del río, y que se quisieron todo lo que dos personas se pueden querer en una sola noche.
Cuando ya estaba clareando, el negrito la acompañó a la casa, y prometió ir a buscarla al otro día, memorizando con la vista el umbral por el que esa linda figurita desapareció.
Al siguiente día, el negro ya estaba despabilado. Ya no tenía encima el coraje que infunden ciertos brebajes a los hombres en las noches de parranda. Más bien tenía el efecto posterior, en que las hazañas de lo vivido hace apenas unas horas parece un sueño, en contraste con el dolor de cabeza, y la dificultad del cuerpo para mantenerse en pie. En ese difícil trance estaba nuestro protagonista, aunque a pesar de estos terribles efectos, recordaba perfectamente a la jujeñita. Así que trató de juntar fuerzas, y con el sol pegándole en la nuca y el chillido de las chicharras persiguiéndolo, salió nomás a buscarla.
No se imaginan ustedes la cara de tristeza del negrito cuando, yendo y viniendo, avanzando y retrocediendo, tomó conciencia de que no se acordaba ni remotamente donde vivía esa chica. Que, en todo caso, de estar en la calle correcta (recordemos que en los pueblos, las calles no tienen nombre, sino que la gente se guía “a ojo”), los umbrales eran todos bastantes parecidos, por no decir exactamente iguales. Acá es donde uno empieza a desconfiar, y ya no sabe si en estos asuntos está la trampa del destino, o la colita misma del mandinga, que siempre engaña a los hombres con amores tan poderosos como inalcanzables.
Para estos momentos, ya todos tenemos en la cesera la carita tristona del negro, arrastrándose por las calles calientes y empolvadas, con ganas (aunque no con la suficiente fuerza) de tocar timbre por timbre, puerta por puerta de todo el pueblo.
De la jujeña no volvió a saber. Pasaron los días, ya se andaba quedando sin plata, y con el alma en derrumbe y el bolsillo en bancarrota, no tuvo otra opción que volverse a su propio pago.
Nos queda por conocer otra historia, la de la jujeña, que quién sabe si se quedó en su casa tardes enteras, esperando que su amorío aparezca. Y después, no habrá querido ir a ningún baile, por no encontrarse con la cara del traidor, que de tanto amor que le tenía, lo consumió en una sola noche.
A nosotros nos queda el consuelo de que con la tristeza de la jujeñita perdida, el negro haya compuesto aunque sea una linda zamba. Triste, pero hermosa, como lo fue este amor.
Y yo me despido con una frase, que aunque a ningún enamorado le haga gracia, nadie puede negar el acierto:
“Lo bueno, y breve, dos veces bueno”
¡Hasta el próximo carnaval!