jueves, 18 de junio de 2009

Formas de olvidar

Sabía que olvidarlo sería difícil. Ya le habían dicho que había que tener paciencia: “al principio vas a estar triste, pero después vas a estar mejor”, una de esas tantas frases que integran el libro de proverbios sobre la vida, el manual de bolsillo que todos llevamos, oímos y decimos alguna vez: "hay que pasar el duelo", "a veces es mejor estar solo", "hay un tiempo para estar solo y otro para estar acompañado"(aunque este ideal de tiempos nunca coincida exactamente con la felicidad), "nadie muere de amor" (aunque quién no murió varias veces de amor, y volvió a seguir viviendo, más por inercia que por convicción, y con todas esas muertes encima, que van haciendo una suerte de cementerio entre las tripas, y de a poco nos hacen cada vez un poquito más viejos e infelices), y de a poco, siempre de a poco, "siempre (y finalmente) se olvida".
Laura conocía muy bien esta última frase del libro de proverbios, que dada su situación, venía escuchando últimamente muy seguido. Cuando ella tenía cara tristona, cuando sin querer la conversación desencadenaba circularmente en el nombre de él y se le piantaba un lagrimón, cuándo un amigo le hacía la inevitable pregunta de cómo estaba, y ella, con toda la sinceridad posible le decía que mal, que triste, que lo extrañaba, etcétera etcétera, siempre venía el remate (casi críptico para ella) con el tierno consuelo de que de a poco y lentamente, lo iba a olvidar.
Laura no tomaba demasiado en serio esta sabiduría popular. Le sonaba bastante a falso consuelo, a palabras que gritan los que están lejos del dolor, los que ya no recuerdan la última muerte de amor que tuvieron, y ya no saben lo difícil que es volver a la vida cuando uno murió varias veces, más de las deseadas y necesarias, cuando parece que ya no tiene demasiado sentido volver a nacer.
Sin embargo, un día, comenzó a olvidar. Claro que nunca imaginó que sería de esa forma. Fue algo, podríamos decir, tan progresivo como involuntario, y que nunca pudo explicar.
Una mañana despertó, y descubrió que ya no recordaba su número de teléfono. Intentó recordarlo, y nada. Se le mezclaban los números, tal vez recordaba la característica, pero los números siguientes se le mezclaban con otros muy conocidos (amigos a los que llamaba muy seguido, incluso se le venía a la mente el de una remisería a la que siempre pedía autos), y nunca lograba llegar al número. Pensó en buscarlo en la agenda, pero eso sería luchar contra ese lento proceso del olvido, que ya estaba haciendo su efecto, y con el que debía cooperar mínimamente. De todos modos, tampoco tenía un solo motivo para llamarlo, así que se resignó al olvido involuntario de ese dato menor, pero que al fin y al cabo, la iniciaba en el profético camino del olvido.
Otra tarde, creyó no estar segura de su segundo nombre. También tuvo el leve impulso de corroborar el dato en algún lado, pero no le convenía invitar al recuerdo. Comprendió que verdaderamente estaba siendo poseída por el olvido, y lo dejó, una vez más, ser. Más adelante no recordó su aniversario de novios, y dudó toda una tarde sin estar segura de la fecha exacta.
Lo extraño es que estos olvidos eran repentinos, como si algo le arrebatara el recuerdo de la mente. Y así fue, que de números y fechas (algo que el ser humano tiende a olvidar) pasó a olvidar su color de pelo, los lunares de su espalda, el tamaño de su boca, y hasta la expresión de su sonrisa.
Los recuerdos eran cada vez más vagos y confusos, y cuando le aparecía alguno de ellos, no sabía exactamente si recordaba a un compañero de la primaria, a un amigo de un amigo, o a alguien que había visto recientemente, pero con quien no había tenido ningún trato cercano. Ya no lo mencionaba con sus amigos, no le dedicaba las nostalgias de sus domingos, ni soñaba con rozar su piel desnuda en las noches de frío, ni se entristecía por no poder enredar la mano en la maraña de su pelo. Ya no recordaba nada de él. Lo había olvidado por completo.
Un día cualquiera, una voz totalmente desconocida preguntó por ella en el teléfono. Laura, al no reconocer ni la voz ni el nombre de quien hablaba, con una absoluta y total inocencia respondió equivocado, y cortó. Y ya nunca volvió a recibir llamadas equivocadas.
Sin darse cuenta, había vuelto a nacer una vez más. Ya estaba lista para volver a enamorarse.

6 comentarios:

Juan dijo...

sólamente se sabe de la muerte al morir por amor... es la verdadera (única) muerte, si eso existe...

veredas rotas dijo...

Intuyo en Juan Kurt un romántico incurable!!

The champions dijo...

Ana está muy bien escrito, tenés feeling para los cuentos. El tema del número de tel es excelente muy buen ojo para las situaciones.
Sobre el tema... se puede parafrasear a Pessoa
Es estúpido enamorarse (o bien las personas enamoradas son estúpidas), pero más estúpido es una persona que nunca se enamoró. Muy bueno Ana, me gustan los blogs!!! respuesta a la encuesta.

veredas rotas dijo...

jajaja
si, yo cometo esa estupidez de enamorarme bastante seguido!
gracias, tu respuesta sera tenida en cuenta para un porcentaje inicial de 99% !!!
gracias de nuevo, y a ver cuando actualizas lo tuyo!

Unknown dijo...

Me encanto como Laura recuerda el numero de la remiseria, el olvido del segundo nombre... Laura muy astuta hizo bien en no tratar de verificar...Es la chance que nos da nuestro cerebro de olvidar, si reconfirmas volves a la pena sufrida del recuerdo y solo resta la impotente espera del portal del olvido

Daniel dijo...

Excelente, me gustó mucho Anita, creo que todos pasamos alguna vez por esas formas de olvidar, por esa necesidad que pase el tiempo pero más rápido!!! el amor tiene eso, nos vuelve atemporales, queremos sentirnos siempre como el primer día. Y el desamor tiene también eso, nos vuelve atemporales, pero esta vez ya no queremos sentirnos como el primer dia (ese terrible y fucking día) que volvimos a ser amigos de la soledad, y de repente tmb queremos ser mejores amigos de la palabra olvido.