lunes, 2 de noviembre de 2009

Los dormidos

Hay quien dice que viajar en colectivo despierta insospechados juegos de seducción entre los viajantes, quién sabe por qué. Algunos opinan que es precisamente la circunstancia de hallarse frente a personas que difícilmente volvamos a ver la que despierta todo tipo de fantasías. Otros manejan teorías que relacionan el deseo físico con el, digámoslo así, traqueteo del colectivo, pero estas han sido oídas en reuniones poco protocolares, en horarios poco transitados por la seriedad y en boca de personas que anteriormente ingirieron toda clase de sustancias tóxicas, por lo cual evitaremos estas explicaciones más cercanas a la grosería, y dejaremos en suspenso este misterio de la seducción bondilera.
La escribiente admite ser presa de dicha seducción y concuerda junto a otros testigos en que “desde arriba es otra cosa”, y que sin exagerar, le parecen lindos “todos los tipos”. Incluso ha presenciado la ruptura del hechizo cuando, al bajar detrás de alguno de estos anónimos galanes, comprobó, ya con los pies en tierra, que el Adonis no era más que otro pibe de lo más común, y hasta medio “feucho”.
¿Quién no se vio alguna vez entregado a un juego de seducción, quién no se abandonó a un juego de miradas, breves palabras, insinuaciones, galanterías, precisamente agradable e intenso por tener la sentencia final cuando alguno de los dos baje del colectivo?
Por eso, historias de seducción en el colectivo hay muchísimas. He aquí algunos casos:

Marín Gómez se tomó el 106 un sábado a la tarde. Tuvo esa mala suerte de sentarse en los asientos que están al revés de la dirección del vehículo, al revés de la lógica, y al revés de toda sensación que pueda indicar placer. Sin embargo, esa desventajosa ubicación le permitió contemplar a la chica más linda que alguna vez vio arriba de un colectivo. Tan hermosa era, que aunque trataba de disimular no podía evitar mirarla cada cuadra y media. El asunto es que en algún momento advirtió que la muchacha también lo miraba, digámosle, cada dos o tres cuadras. Cuando, cada tres o cinco cuadras, sus miradas coincidían, Martín percibía, o creía percibir, que aquel ser dotado de tanta belleza lo miraba a él con el mismo interés.
Martín tenía que bajarse, pero antes, decidió una vez en la vida guiarse por su intuición, y confiar plenamente en su capacidad de seducir a primer vista. Así que anotó su número de teléfono en el boleto, y encaró derecho para la dama. Si se imaginan la cara de la muchacha al ver que un desconocido se le para enfrente, le da un papel, y le habla en un tono de voz lo suficientemente alto como para que lo escuchen todos los pasajeros, incluyendo al colectivero, por favor coloquen en esa expresión todos los matices que puede lograr la vergüenza en un instante. Las palabras exactas se han perdido en el camino, y en los sucesivos relatos de Martín han llegado a ser seguramente, mucho más valientes y heroicas de lo que fueron en aquel preciso momento. Pero lo que sí podemos asegurar es que el pibe se la jugó, le dejó su teléfono y se bajó, rompiendo el tabú de las miradas, perforando el imaginario de “lo que podría haber sido”, y hacer realidad el deseo aunque sea por un momento.
Un caso muy distinto es el de Natalia Valenzuela, quien se divertía precisamente a costa de los hombres enamoradizos y corajudos como Martín. La damisela se entretenía deslizando miradas furtivas al muchacho que le parecía oportuno. Y si este se bajaba, en el momento en que descendía por las escaleras, o peor aún, cuando ya se había bajado, entonces le clavaba una mirada llena de deseo, precisamente resguardada en la circunstancia de que ya no había posibilidad alguna de que el hombre en cuestión tomara cartas en el asunto. Hay quienes dicen que el juego de Natalia es de una crueldad impensable. Otros opinan que al menos les regalaba la ilusión de una conquista inexistente. Algunos cuentan que un día se quiso hacer la viva con un tipo que corría carreras. El atleta de patas largas, que hacía bastante que no tenía una conquista callejera, corrió el bondi dos cuadras y en un semáforo lo enganchó de nuevo. Dicen que del espanto de esa vuelta, y de la vergüenza con la que lo tuvo de rechazar, asegurándole que estaba equivocado y que ella no le había tirado ningún beso, dejó de ser una simuladora de conquistas, y ahora se dedica a leer o mirar vidrieras desde la ventanilla.
Pero la historia que más me gusta de todas las oídas por ahí, es la de los dormidos. Clara volvía de trabajar, un miércoles, lo suficientemente cansada como para dormirse de un tirón en toda la hora de regreso hasta su casa. Por suerte consiguió un asiento rápido, lo que, con el sueño que ya torturaba sus piernas y el colectivo abarrotado de cuerpos cansados, le pareció una bendición. Así que se sentó, y se entregó al sueño. Primero deslizó su columna por el asiento, entreabrió las piernas lo más cómodamente posible, y coronó su descanso apoyando la cabeza contra el respaldo de atrás. El calor, el movimiento del vehículo, no impedían para nada su descanso, sino que lo alimentaban y lo hacían más profundo aún.
De pronto, alguien la despierta. La señora que viajaba del lado de la ventanilla tiene que viajar. Se para, la deja pasar, y avanza hacia el fondo, feliz por la nueva ubicación. Advierte que hay un hombre vestido de traje, algo corpulento, con expresión cansada. Clara se sienta, se acomoda nuevamente, y con los ojos cerrados comprende que el hombre de traje se sentó a su lado. Se entrega nuevamente al sueño, pero su atención está repartida entre ella y la nueva presencia a su izquierda. Su cuerpo permanece tenso, abre los ojos, observa que el hombre de traje está en la misma posición que tenía ella antes: la cabeza hacia atrás, los músculos de la cara relajados, las piernas entreabiertas. Clara entonces se entrega también al sueño. Las piernas de él rozaron las suyas, pero no le molestó, los dos compartían el mismo cansancio, el deseo feroz de entregarse al sueño durante una hora.
No sabemos en qué momento, Clara reclinó su cabeza sobre el hombro de él. Y así siguieron el resto del viaje, sosteniendo su pacto de sueño, él rozándole la pierna, ella reclinando su cabeza, compartiendo una entrega que los trascendía a ambos.
Clara bajó primero, y antes de no volver a cruzarse, se deslizaron una sonrisa que mezclaba algo de galantería con complicidad.

4 comentarios:

Alejandro dijo...

Me gustó. Mucho.

PD: ¿Señalo un parentesco obvio si recuerdo a Dolina?

veredas rotas dijo...

jaja
y.. es inevitable, por alguna u otra cosa siempre lo termino plagiando je
gracias ale te mando un beso!

german dijo...

Es exelente!! Otro lugar que suscita vicisitudes de ese tipo es un ascensor, esos que dicen "capacidad máxima 3 peronas" y entran dos apretados. Claro que en este caso la precocidad del encuentro es mucho mayor, así como la intensidad. Digo no debemos ser pocos a los que en una situación así se nos presenta de modo imperativo un ménage à trois por ejemplo jajaja.

Te mando un gran abrazo!! muy bueno el blog

German

veredas rotas dijo...

muy oportuno germán!
es verdad, el ascensor es otro de esos lugares que suscitan todo tipo de pensamientos...
gracias por el aporte señor! cuando usted quiera comente, escriba y alértenos sobre estas cuestiones de importantísima índole, estas veredas rotas lo esperan
saludos!!!