lunes, 2 de agosto de 2010

La nieve de los curdas

A todos los borrachines parranderos, arlequines de la noche que no se cansan de buscar la alegría hasta que el sol los sorprende en sus piruetas.

Por esas horas de la madrugada de un domingo de invierno en las que el amanecer mezcla olores de alcohol y cigarrillo con la primera helada; cuando los sensatos, los cansados y los inmunes a las luces nocturnas están a salvo de ese frío que mete presión desde los vidrios empañados de las ventanas; en esas altas o ya bajas horas con tan poco renombre, oscurecidas por el brillo parrandero de las tres de la mañana y por el matutino movimiento de las diez, las calles, los colectivos y los autos se dejan habitar por los sobrevivientes de la juega, héroes tambaleantes, embriagados, de paso y movimientos siempre imprecisos, que resistieron la tentación de emprender retirada a las cuatro, cuando el sueño empieza a ganar la partida, o que se acercaron a cualquier sitio seducidos por una irresistible música fuerte que indicaba fiesta, a pesar de la vagancia de salir de casa en una noche de invierno y a sabiendas de que el regreso va a ser mucho peor. Esto último en el caso de los que dependemos del transporte público y sabemos que en ningún lugar se siente tanto el frío como en la parada del colectivo, cuya tolerancia de tiempo de llegada oscila entre cinco minutos y una hora y media.
Entre esos héroes silenciados por la literatura, los que resistieron o mejor dicho, desistieron de los embates del sueño, los que se abandonaron plenamente al devenir de la noche sin importar las peripecias pronosticadas para el regreso o la resaca del día siguiente, entre ellos me encontraba en la fría madrugada del pasado domingo. Después de una espera no tan cruel de veinticinco minutos estaba ya a bordo del colectivo cuyo número indicaba que en algún momento estaría por los alrededores de mi casa (el detalle numérico no es menor, considerando la experiencia de haber descubierto demasiado tarde el equívoco de haberse tomado otra línea o dirigirse hacia la dirección opuesta, algo más que habitual en esas circunstancias de tan poco discernimiento), compartiendo el silencioso retorno junto a otros curdas, alrededor de diez sobrevivientes desperdigados solitariamente en los asientos del colectivo.
En ese dejarse ir en el que el traqueteo del vehículo arma un coctel de recuerdos fragmentados de la noche vivida, algunos de ellos provocando repentinas sonrisas como muecas espasmódicas, y todos ellos mezclados dulcemente con una pizca de mareo que ya anuncia que el colchón va a dar un par de vueltas antes de que el sueño por fin gane, allí me encontraba yo, mirando complacida por la ventanilla, cuando el milagro sucedió.
De pronto, todos los curdas empezamos a dar gritos de alegría, a saltar de felicidad, a sacudirnos por última vez del letargo que ya empezaba a ganarnos: estaba nevando. Los que iban en auto daban bocinazos, nos hablábamos a través de las ventanillas, era necesario decirnos que estaba nevando para terminar de creerlo. Esa nieve blanca, redondita, tan codiciada en Buenos Aires, nos daba el protagonismo a nosotros, los sobrevivientes de la parranda, los pocos que a esa hora seguíamos dando vueltas por las calles. Por un instante me sentí Greta Garbo (una gentileza de mi tierna borrachera), sacando la mano por la ventana y dejando que la nieve me mojara el morral sobre mis rodillas. El curda de atrás no tuvo mejor idea que llamar a la novia, la que, por lo que pude escuchar, lo mandó a meterse los copos de nieve en el…, por no comprender la magia de ese milagro que nos entregaba inesperadamente su exclusividad. Otro loco no paraba de mandar mensajes y un par de cadáveres quedaron inmóviles en sus asientos, que ya demasiado borrachos y dormidos se habían perdido la primicia por muy poco.
Pensé en mis compañeros de juerga que en ese momento, según me enteré al día siguiente, contemplaban la nieve junto a una muchedumbre que se había amontonado con gritos y festejos en la puerta del vagón del tren que esta vez se abría para dejar a todos con la boca abierta.
La nieve duró aproximadamente diez minutos y en seguida se desvaneció, como si nunca hubiese existido. Sólo los curdas pudimos disfrutarla. Y supongo que sí, a los demás testigos les habrá pasado lo mismo que a mí. Porque, ¿quién le cree a un borracho? Nadie.
Pero el milagro sucedió. Y nos dejó el brochecito de oro de una noche inolvidable.
A los curdas.