martes, 30 de junio de 2009

El abismo entre el conocimiento y la comprensión

Suele suceder, y más veces de las deseadas, que la comprensión sobre un tema (llamémoslo equis) suele acontecer mucho tiempo después de que el curioso cazador de sapiencias se sumerge en las renombradas fuentes de conocimiento denominadas libros. Es decir (Y que esto no suene a defensa de la haraganería, o excusa para justificar la propia ignorancia, avive que ya tuvo un grupete de griegos, que con la buena labia de una “nueve corriente filosófica” no daban ni un solo paso, y así se pasaban la vida, a costa de los acueductos y otros servicios que ya habían inventado otros rompiéndose el coco, además de la servidumbre de los esclavos. Por que vamos, con un sirviente cualquiera se paraliza.), uno puede estar años enteros paseándose entre la bohemia, pensando que entiende a Marx, porque respira a Marx, huele a Marx, y hasta siente que conversa cotidianamente con Marx, cuando frente a un interlocutor brotan como rosas de la boca (¿rosas de la boca?) frases como fetichismo de la mercancía, o producción de plusvalor, así, como si nada. Claro que tuve que dejar de ser una lumpen y trabajar en una oficia para comprender el significado de explotación, y fundamentalmente, aquello de vender la fuerza de trabajo, cuando después de trabajar nueve horas, y de viajar hacinado una hora y media en un colectivo, uno siente que se perdió algo, un día, y otro de la vida, algo que ya no podemos recuperar, y ya no quedan fuerzas, las vendemos diariamente al precio de obtener esa recompensa sucia y siempre insuficiente llamada el capital, porque el capital sirve para comprar ropa, objetos, hasta libros, pero nunca tiempo, ese lo vendimos, se fue para siempre y se nos va en una sucesión metódica de jornadas anestésicas.
Un astrónomo se pasó la vida estudiando las estrellas, pero comprendió la infinitud del universo una noche en la que se recostó en el pasto, y sintió que el cielo se le venía encima, y que podría intentar atravesarlo toda la vida, y continuaría con la misma perspectiva de aquel momento, contemplando el no límite, el nunca final, desde la pequeña proporción concreta que es él mismo.
Una mujer comprendió Las meninas de Velásquez una mañana en la que despertó y contempló su casa, su familia y toda su vida como si fuera ajena a ella, como si todo el tiempo ella hubiese sido la observadora (y no la protagonista) de su propia vida, un espejo siniestro que le devolvió una imagen demasiado inexacta de sí misma.
Un hombre en una cárcel es más foucoultiano que mil sociólogos.
Alguien llamado Levi leyó alguna vez a Dante, pero descubrió el infierno en una búsqueda incesante de sentido que implicaba su propia supervivencia, rodeado de muerte en un campo de Austchwitz.
Muchas lecturas pueden atravesarnos, pero sólo la vida dicta cuándo las comprenderemos exactamente. Una poesía puede darnos vueltas en la cabeza durante mucho tiempo, pero la epifanía llega cuando la vida sacude con muerte, dolor, engaño, decepción, tristeza o fatiga.
Así que señor, señora, señorito y señorita, no se asusten si les parece que “saben”, que pueden opinar y explicar perfectamente un tema, y eso no les implica desgarros de vestiduras ni rechinar de dientes. Cuando algo les perfore el alma, se darán cuenta de que fatalmente comprendieron.

jueves, 18 de junio de 2009

Del negro pendenciero (relato que viene a hacerle justicia a la esencia podri del amigo Deivid)

La segundas partes no suelen ser mejores que las primeras, y mucho menos esta, que justamente quiere desarreglar, arruinar, y llenar de manchas la primera.
Lo justo es justo, y es así cierto que el negro baila tremendo, y que canta mejor todavía. Lo que faltó decir (mea culpa) es que no tiene plata, ni buena fama, ni tampoco vamos a decir que las mujeres le llueven por la vida. Para ser exactos, el deivid es un pibito podri, que según la definición de tal palabra, es un chiquito del conurbano, al que las cosas le suelen salir mal, y al que las muchachas suelen ignorar rotundamente. Frente a esta indiferencia femenina generalizada, los muchachos de su género no se conforman, y salen por los bares de moreno a changuisear, es decir, a buscar mujeres para pasar aunque sea, el mal trago de la noche. Claro, que la mayoría de las noches, lo que consiguen con seguridad es un pedo tremendo, y con suerte, algunas piñas de otro borracho podri de la zona.
Los chiquitos del conurbano se enamoran de ninfas inexistentes, con quienes ellos sueñan todas las noches. Pero mientras el gran amor tarda en llegar y tomar la forma de una mujer terrenal, intentan ganar los favores de alguna pibita chorra de la zona, que lejos de todo romanticismo, sabe poner la carne en su lugar, y si te descuidás, también se lleva la billetera con los pocos pesos que quedaban para otra cerveza.
Una vez hecha esta aclaración, tenemos que volver al negro, que en el afán de conquistar mujeres desarrolló un arte exquisito y único en el mundo, que es el de telarañar. El deivid saca a bailar a una muchacha desprevenida, que hasta ahora solo aceptó bailar por cortesía. Cuestión es que le empieza a dar vueltas y vueltas, haciéndola pasar por debajo de sus brazos, enredándola con manos y pies. Y la víctima, ya entra en un estado de mareo y deslumbramiento que no le permite distinguir cuantas vueltas dio, ni cuánto hay de talento de baile o de frenesí de movimientos. En ese momento, si alguien se detiene a observar, el deivid teje con sus manos una telaraña invisible que va envolviendo a la muchacha. Mientras dura el atontamiento, comienza a desplegar su labia, hablándole de cualquier cosa que entre vuelta y vuelta, haga pensar a la señorita que es conocedor del tema (cabe mencionar que alguna vez alguien lo escuchó de pasada, y pareció que mientras mareaba a la señorita le explicaba sobre inefables danzas de conquistas, una de ellas, la del vacunao). Cuando el tema termina, el aguijón ya está clavado, y si el negro todavía no coronó la conquista con un beso, falta muy poco para que lo haga. En esto consiste el arte de telarañar, del que solo muy pocas mujeres han podido escapar.
Volviendo a la historia de la jujeña, conociendo el espíritu podri de David, podemos imaginar fácilmente, que la señorita que conquistó en los pagos de Jujuy no era nada menos que una pibita chorra de la región. Podemos imaginar también, que depués de un viaje entero de changuisear sin resultado alguno, por fín pudo telarañar a la señorita en cuestión.
Es verdad que David la buscó al día siguiente, y que en un espejo infinito de umbrales no la pudo encontrar.
Lo que esta pluma ocultó, no por maldad sino por desconocimiento, es que en otro bailongo, unas noches después, el negro se encontró a una parienta suya, quien le dijo que podía encontrar a la señorita perdida en otro baile. El negro se aferró al dato, y la fue a buscar (porque pibita chorra, pero al fin y al cabo conquista, y también podemos admitir que le gustaba bastante). Cuando llegó a la parranda, ahí nomás estaba ella, pero acompañada por otro hombre. Y ya no tenemos mucho más que decir.
Así que le hacemos justicia al amigo Deivid, chiquito podri del conurbano, a quien no le suele ir bien con las mujeres, y a quien le rompieron el corazón por los carnavales de Jujuy.
A la jujeña ya le podemos decir traidora, y escribirle una canción con ese epíteto. Y cada cual, que se quede con la historia que prefiera, si la romantica, o ésta, que es tan decepcionante como la vida misma.
Yo me quedo con una sola imagen, que es una calle de umbrales infinitos, y un hombre que se sintió muy solo en aquel laberinto.

Formas de olvidar

Sabía que olvidarlo sería difícil. Ya le habían dicho que había que tener paciencia: “al principio vas a estar triste, pero después vas a estar mejor”, una de esas tantas frases que integran el libro de proverbios sobre la vida, el manual de bolsillo que todos llevamos, oímos y decimos alguna vez: "hay que pasar el duelo", "a veces es mejor estar solo", "hay un tiempo para estar solo y otro para estar acompañado"(aunque este ideal de tiempos nunca coincida exactamente con la felicidad), "nadie muere de amor" (aunque quién no murió varias veces de amor, y volvió a seguir viviendo, más por inercia que por convicción, y con todas esas muertes encima, que van haciendo una suerte de cementerio entre las tripas, y de a poco nos hacen cada vez un poquito más viejos e infelices), y de a poco, siempre de a poco, "siempre (y finalmente) se olvida".
Laura conocía muy bien esta última frase del libro de proverbios, que dada su situación, venía escuchando últimamente muy seguido. Cuando ella tenía cara tristona, cuando sin querer la conversación desencadenaba circularmente en el nombre de él y se le piantaba un lagrimón, cuándo un amigo le hacía la inevitable pregunta de cómo estaba, y ella, con toda la sinceridad posible le decía que mal, que triste, que lo extrañaba, etcétera etcétera, siempre venía el remate (casi críptico para ella) con el tierno consuelo de que de a poco y lentamente, lo iba a olvidar.
Laura no tomaba demasiado en serio esta sabiduría popular. Le sonaba bastante a falso consuelo, a palabras que gritan los que están lejos del dolor, los que ya no recuerdan la última muerte de amor que tuvieron, y ya no saben lo difícil que es volver a la vida cuando uno murió varias veces, más de las deseadas y necesarias, cuando parece que ya no tiene demasiado sentido volver a nacer.
Sin embargo, un día, comenzó a olvidar. Claro que nunca imaginó que sería de esa forma. Fue algo, podríamos decir, tan progresivo como involuntario, y que nunca pudo explicar.
Una mañana despertó, y descubrió que ya no recordaba su número de teléfono. Intentó recordarlo, y nada. Se le mezclaban los números, tal vez recordaba la característica, pero los números siguientes se le mezclaban con otros muy conocidos (amigos a los que llamaba muy seguido, incluso se le venía a la mente el de una remisería a la que siempre pedía autos), y nunca lograba llegar al número. Pensó en buscarlo en la agenda, pero eso sería luchar contra ese lento proceso del olvido, que ya estaba haciendo su efecto, y con el que debía cooperar mínimamente. De todos modos, tampoco tenía un solo motivo para llamarlo, así que se resignó al olvido involuntario de ese dato menor, pero que al fin y al cabo, la iniciaba en el profético camino del olvido.
Otra tarde, creyó no estar segura de su segundo nombre. También tuvo el leve impulso de corroborar el dato en algún lado, pero no le convenía invitar al recuerdo. Comprendió que verdaderamente estaba siendo poseída por el olvido, y lo dejó, una vez más, ser. Más adelante no recordó su aniversario de novios, y dudó toda una tarde sin estar segura de la fecha exacta.
Lo extraño es que estos olvidos eran repentinos, como si algo le arrebatara el recuerdo de la mente. Y así fue, que de números y fechas (algo que el ser humano tiende a olvidar) pasó a olvidar su color de pelo, los lunares de su espalda, el tamaño de su boca, y hasta la expresión de su sonrisa.
Los recuerdos eran cada vez más vagos y confusos, y cuando le aparecía alguno de ellos, no sabía exactamente si recordaba a un compañero de la primaria, a un amigo de un amigo, o a alguien que había visto recientemente, pero con quien no había tenido ningún trato cercano. Ya no lo mencionaba con sus amigos, no le dedicaba las nostalgias de sus domingos, ni soñaba con rozar su piel desnuda en las noches de frío, ni se entristecía por no poder enredar la mano en la maraña de su pelo. Ya no recordaba nada de él. Lo había olvidado por completo.
Un día cualquiera, una voz totalmente desconocida preguntó por ella en el teléfono. Laura, al no reconocer ni la voz ni el nombre de quien hablaba, con una absoluta y total inocencia respondió equivocado, y cortó. Y ya nunca volvió a recibir llamadas equivocadas.
Sin darse cuenta, había vuelto a nacer una vez más. Ya estaba lista para volver a enamorarse.