domingo, 1 de noviembre de 2009

Extraños doctores…

Hacía un buen tiempo que no recurría a “ese tipo de doctores”. Elena admitía para sus adentros que era una consulta que evitaba, por su extrema vergüenza ante la desnudez, y especialmente, por esa sensación tan extraña que le producía estar perfectamente vestida de la cintura hacia arriba, mientras que su parte más vulnerable se encontraba absolutamente expuesta. Esa incongruencia que la transformaba en una absurda sirena, mitad socialmente aceptable, mitad ridiculizada, le causaba un sufrimiento difícil de explicar que se agravaba con la absurda posición exigida, las piernas excesivamente abiertas, su cuerpo que comenzaba a sudar de un modo tan absurdo como inexplicable, delatando una vergüenza inaceptable para una mujer de su edad.
Entonces, Elena en la sala de espera, leyendo para distraerse, observando de reojo a las mujeres que esperaban junto a sus bebés para pasar a la sala de obstetricia que se encontraba al lado. Pensó unos instantes en la proximidad de las salas, indicada una como la continuidad natural de la otra, algo que aún le resultaba difícil de aceptar (y todavía a su edad…), lo que le hacía justificar su rechazo hacia la primera sala, algo así como una resistencia secreta a una futura maternidad.
Mientras tanto, Elena, enfrentada a la cotidianeidad de una lectura distraída, que no se proponía como fin, sino como excusa para no esperar de brazos cruzados, para no pensar con demasiada insistencia en nada: ni en la novela, ni en ella, ni en lo que le deparaba en la puerta de al lado.
Entonces, la puerta se abre con definición y delicadeza, una voz pronuncia su apellido como un interrogante absoluto, un nombre que podría ser el de cualquiera de las mujeres presentes en ese angosto pasillo, hasta que coincide con la cara, el cuerpo, y la voz de Elena, que contesta débilmente “sí, soy yo”, como una niña que dice tímidamente “presente” en su primer día de clases.
Las miradas se encuentran fugazmente, y luego, Elena se levanta para seguir al médico con su movimiento torpe de siempre: primero se levanta y luego guarda el libro en la cartera mientras camina, colocando el señalador, y sosteniendo con la otra mano un saco, en un intento desesperado por no dejar caer nada.
Ingresan a la sala, y es Elena quien cierra la puerta. Lo primero que pregunta el médico no es cómo anda, ni como se siente, ni por qué vino. Ni siquiera recae en el lugar común del pronóstico sobre el clima. Le pregunta qué estaba leyendo, y eso la desplaza a ella de su incomodidad, la traslada a una conversación despojada de inseguridades, y comienzan a intercambiar comentarios sobre autores, los dos compartiendo un territorio cómodo para ambos. Él es un hombre inteligente, piensa Elena, y no se nota sólo en el contenido de la conversación; se advierte en su forma tan cortés de hablar, de elegir las palabras, de evitar los lugares comunes, de generar confianza en este primer encuentro. Además es un hombre atractivo, y eso también la anima.
El biombo es ridículo. Lo sabe el médico, lo sabe la paciente, lo sabemos todos. Sin embargo, Elena aguarda a que él se lo extienda, para preparar su metamorfosis: sirena del ridículo, del medio despojo, del sueño nudista en la vía pública. El biombo, entonces, tiene la función de marcar que ese desnudo no es igual al de ella frente a cualquier hombre (desnudo en el que Elena particularmente jamás siente vergüenza). Es el límite entre el erotismo y la profesionalidad que exige la medicina frente a la anatomía humana, incluso con las partes distintivas de la sexualidad. El biombo indica que “vagina”, esta vez, es una palabra más del diccionario. Pero el biombo está extendido a medias, advierte Elena. Sólo para dejar en claro que su función es absolutamente protocolar, y que ambos lo saben.
El ritual de la revisación comienza sin demoras, y si bien ella suele sentir dolor, esta vez admite que le duele un poco menos. El médico suavemente lleva hacia fuera sus rodillas cuando la incomodidad la lleva a cerrarlas instintivamente, y entonces ella se deja llevar, conteniendo el aire con la mente en blanco.
Finalmente, el ritual concluye exitosamente. Con una elegancia inusual, él le toma la mano para bajarse de la camilla, como un caballero ayudando a bajar a una dama de un carromato. Sólo que su mano está empapada por el sudor, y ella se sonroja, y se pregunta qué pensará el doctor de aquella pegajosa sensación.
Restaba que el doctor examinara sus mamas. Elena se viste de la cintura hacia abajo, y se descubre de la cintura hacia arriba. De pronto algo cambia. Este desbalance la iguala a la auténtica seducción de las sirenas. Su cintura, sus hombros, sus pechos de mujer joven hacen sonrojar levemente al médico. Elena sin saber por qué cierra los ojos y se entrega a la imaginación. Con los ojos cerrados visualiza su cuerpo desnudo por completo, entregado a las manos, a la boca entreabierta del médico, y sus partes bajas se cubren de humedad.
- Señorita, ¿se siente bien?
Elena reacciona, y se descubre abriendo los ojos, apoyada en la camilla, y se avergüenza de encontrar en su rostro un gesto inexplicable de placer. El médico la observa algo perplejo, y le dice secamente que está todo en orden, que a los quince días ya tendrá el resultado de los estudios.
Elena se viste rápidamente, con el deseo de estar ya en otro lado, absolutamente abochornada por haberlo estropeado todo.
Elena se escapa, ya con una seriedad que le transforma el rostro, y en el momento en que se despide, el médico la detiene y le da una tarjeta.
- Por si me necesita…-dice tímidamente, como un niño pidiendo permiso a la maestra para ir al baño. Y la puerta se cierra, con la misma delicadeza con la que se abrió.
Elena sonríe, y guarda el número de teléfono. Tendrá que cambiar de médico.

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