jueves, 25 de septiembre de 2008

La calesita

Todavía recuerdo esas tardes de sábado soleado en que el tío Luis nos pasaba a buscar para ir a la calesita. Todo era divertido: ir por la calle, contar las baldosas, caminar de a pasos largos o de a pasos cortos, hacer mini carreritas con mis hermanos. Tengo grabada la imagen de la calle soleada, los Siempre Verde destilando su perfume, esas semillas que se deslizaban en el aire como un avioncito (¿se acuerdan?), y esas plantas con la flor roja chiquitita que se te pegaba en el dedo.
En fin, me acuerdo que la idea de salir de paseo era de por sí atractiva, y todo el trayecto me llenaba de felicidad. Lo que no entendía muy bien, era por qué al tío se le había metido en el coco que la calesita me gustaba. Llegábamos a la galería y ya me llegaba un sonido aturdidor de la cantidad impresionante de chicos amontonados en un lugar húmedo y chico. Había que apurarse a subirse, porque sino te quedaban, o los lugares más feos, o los de chiquitos, como esos coches bajitos que no se movían. Por algún extraño motivo, Don Alberto te mostraba la sortija que, cuando la querías agarrar te la sacaba, y cuando no la querías te la ponía desprevenidamente en la mano. Después de la segunda vuelta, ya empezaban a agarrarme unas nauseas terribles, que se volvían una fatalidad cuando la sortija de don Alberto me daba una vuelta más de yapa. En fin, nunca me bajaba super feliz de la calesita, sino más bien medio boleada. Psaba un buen rato hasta que se me fuera esa sensación de que no había piso. Sin embargo, el tío tenía siempre una expresión de satisfacción, de deber bien cumplido.
Así se repetían estas salidas, y cuando el tío venía a buscarnos con una sonrisa de oreja a oreja, yo ya sabía que nos iba a llevar a la calesita.
Un día de estos, mientras daba la vuelta arriba de un pato gordito, me di cuenta de que el tío seguía algo con la mirada, no a mí, ni a mis hermanos; apoyaba los ojos en un caballito blanco, que nadie había ocupado. Ese día entendí que el tío también aprovechaba para subirse a la calesita, aunque fuera nomás con los ojitos brillosos.
¡Qué lindo cuando llevábamos al tío Luis a la calesita!
Una antigua niña

Decepción de piñata – memorias de una madre marxista

Todavía pienso y repienso en la imagen de los chicos amontonándose como hormiguitas debajo de la piñata. Se me mezclaron en una sola imagen los recuerdos de mis cumpleaños de infancia con la experiencia “piñatera” que mi hijo Martincito, ya a sus cuatro años, empieza a tener.
Inevitable no recordar que el tiempo se suspendía, y todo era mirar la piñata, esperar a que se rompa, especular en qué lugar caerían más juguetitos o golosinas. Lo cualitativo y lo cuantitativo se cruzaban invariablemente en un perverso sistema de disconformidad. Aquel broche de oro de los cumpleaños era el estallido final de las batallas (disfrazadas bajo la amena forma de “juego”) transcurridas durante la fiesta.
Insisto, recuerdo muy pocas veces haber salido feliz de ese tensionante episodio. Cuando agarraba muchos juguetes, seguro que eran de esos “para varones”. Mientras una nena tenía un peine rosa, o un trompo, yo tenía un avioncito y un auto, o alguno de esos objetos sin forma existente diseñados especialmente para este juego. Si tenía muchos caramelos, seguro que éstos eran del gusto “feo”, por lo tanto, imposibles de intercambiar en el trueque posterior (junto a los juguetes de plástico sin forma definida). Esto no era una simple fatalidad, sino que tenía su fundamento. Los juguetes y caramelos que yo juntaba eran ya el desperdicio, lo que había sido rechazado por los niños hábiles de la fiesta, que se iban a sus casas felices y victoriosos, mostrando a sus padres sus trofeos de fiesta. Recuerdo que la piñata me dejaba siempre un aire de “próxima vez”, cuando no algún lagrimón espeso.
Todo esto se me vino a la cabeza ayer, cuando Martín exploró por primera vez esa siniestra rueda de la fortuna para niños, en el cumpleaños de su primo. Pobre piojo, vino angustiado con las manos casi vacías, los cachetes rojos y los brazos moretoneados por los tirones de los nenes más grandes. Esa mirada demasiado conocida me partió el alma.
Me salió decirle:
- Pipi, no te preocupes, los bienes materiales no son lo importante de la vida.
Con sus cuatro años y medio, no tenía la menor idea de lo que significaba esa enroscada frase, pero intuitivamente relacionó “bienes materiales” con la miseria de plástico informe que llevaba entre las manos. Me miró con bronca y me despachó:
- Vos porque no jugaste y no tenés nada.
No supe qué responderle. Con alguna madre cómplice, creo que repetimos el lugar común de decir que las piñatas deberían tener juguetes “igual de lindos”, pero en seguida caímos en la cuenta de que los más fuertes igualmente agarrarían más juguetes.
Cuando salimos de la fiesta, le prometí en tono maduro a Martín que para su cumpleaños no habría piñata, sino que todos se irían con una bolsita con la misma cantidad de juguetes, incluso podríamos armar unas para nenas y otras para nenes, según sus preferencias. Pero Martín…
- ¿Estás loca mamá? Para mi cumpleaños quiero la piñata más grande de todas, y yo voy a estar en el medio, y vos la vas a romper cuando yo…Dejé de escucharlo, y hasta que llegamos a casa, caminé con la vista perdida, pensando con tristeza en la utopía comunista que la educación de mi hijo ya no lograría alcanzar…
Firma: una madre marxista