sábado, 5 de septiembre de 2009

Motivos de una mujer para NO CREER que ese hombre NO ESTÁ ENAMORADO de ella

Es más fácil creer que papá Noel existe, que los extraterrestres están por dominar la Tierra, o que el vino uvita no hace mal al hígado, que aceptar que un hombre no está enamorado de nosotras.
Antes de aceptar el hecho, que puede ser de lo más evidente, hay todo un aparato de mentiras que puede justificar hasta lo más insólito. Examinaremos los distintos pensamientos que alejan cada vez más a una mujer de la razón:

Si un hombre no responde un mensaje de texto, es probable que ese mensaje se haya perdido en la dimensión paralela de los “mensajes que nunca llegan” (algún día alguien va a demandar a las compañías telefónicas, y finalmente van a aparecer todos esos mensajes soñados, todos esos “yo también te quiero”, “te perdono”, “te extraño”, “quiero verte” que estas crueles corporaciones nos roban a las mujeres y hombres enamorados). Bien, como el mensaje se ha perdido en la dimensión desconocida de los “mensajes que nunca llegan”, es casi una obligación mandarle al muchacho otro mensaje de texto, ya que el pobre jamás podrá enterarse de lo que sentimos por él, y entonces, preso de la duda y la timidez, jamás se decidirá a subirse a su corcel para rescatarnos de la torre en la que nos encontramos prisioneras, y desde donde mandamos bengalas, palomas mensajeras con un mapa exacto de la torre y un GPS por si acaso, y a pesar de todas las indicaciones, se pierde en el bosque.
En fin, lanzamos al universo virtual un segundo mensaje de texto, tan incierto como la tórtola entrenada para llevar un papelito entre sus garras contra el viento Zonda. Como tampoco obtenemos una respuesta, se confirma el hecho: no tiene crédito. Y si no tiene crédito… ¡hay que llamarlo! El pobre debe estar desesperado, sin dinero para hacer una carga virtual en el kiosco más cercano, entonces, ¿qué nos cuesta hacer un llamadito? Nadie se muere por marcar un numerito. No, nadie.
Y llamamos. Tarda en atender. Bueno, no atiende. Claro, seguramente tenía crédito, pero estaba en una reunión, en una clase, o en un sótano sin señal (se está morfando una pizza en Las Cuartetas, o está escuchando a Dolina en el Tortoni).
Ya está, ya hicimos todo lo que teníamos que hacer, ahora a des –esperar. Cuando vea en su teléfono que tiene una llamada perdida, va a llamar en seguida. Pero pasa el tiempo… y nada. ¿Andará mal su teléfono? Capaz que no es como el que tiene una, que le avisa de todos los mensajes, de todas las llamadas…
Bueno, no importa, hay que esperar. Tampoco hay que rebajarse (aunque no lo parezca, todavía queda un poco de dignidad).
Al otro día llega un mensaje de texto, simpático, amigable, prometiendo una invitación “algún día de estos…”. Bien, el príncipe nuevamente tiene un problema, porque algún día de estos, por ahí él está libre, nos manda un mensaje, ¡y una no puede! De hecho, es lo más probable que suceda. Entonces, hay que mandarle por mail, una grilla tentativa de nuestros horarios, para que el pobre idiota sepa qué “día de estos” puede efectivamente concretarse el feliz encuentro.
Entonces, mandamos al caprichoso universo virtual, esta vez vía internet, un mail simpático, en el que se esconde, entre palabra y palabra, la grilla secreta de nuestros horarios. He aquí un ejemplo ilustrativo:

Juancito, como andas tanto tiempo?
Estaba en un locutorio y como estoy sin credito te respondo por aca
Hoy tengo ingles hasta las siete y desp paso por la casa de una amiga que tengo que pasar a buscar un vestido para un casamiento que tengo el sabado
Si tenes ganas, mañana desp del laburo nos vemos.
Cualquier cosa avisame
Besos


Bien, el caballero ya tiene suficiente información como para moverse. Martes: Inglés, Sábado: casamiento, días del medio: ¡libres!
A partir de aquel envío gratuito de la grilla de horarios, la situación se complica, porque habrá que revisar cada meda hora, no sólo el teléfono celular, sino también el correo electrónico. Al muchacho puede ocurrírsele en cualquier momento, provocar un encuentro espontáneo.
Bien, lo que sigue es una lenta muerte, algo así como una hemorragia que no para. Llega un mail dos días después, el muchacho contesta sin demasiada simpatía que no puede en esos días en los que una podía. Bien, tampoco hace una oferta para la semana siguiente. El instinto, que lentamente despierta de su milenario letargo, nos insinúa levemente que algo huele mal. La princesa comienza a sospechar que el príncipe se quedó en el bosque fumando hierbas, se durmió una siesta, y después se sumó a una parranda de gitanos ambulantes.
Algo ofendida, la señorita hace una contra oferta para la semana siguiente; “Bueno, avisame cuando quieras la semana que viene, estoy un poco más libre. Que andes bien, besos”.
Pero la muerte inminente llega: jamás responde.

Ya está confirmado, el príncipe no sólo está de parranda, sino que ya nos podemos imaginar las caderas de una morisca con la que se está dedicando enteramente a la juerga. Solamente queda meterse en una parte remota del propio cuerpo la soga de 50 metros, hecha con hilos de servilleta, con la que planeábamos escaparnos de la torre, a pesar del riesgo que eso significaría para la propia vida.
En fin, la epifanía llega, cruel y contundente: no te quiere, ergo, no quiere verte.
Con lo poco de entereza que queda, solo resta sacarse ese vestidito rosa con puntilla tan ridículo, mandar al joven a la reputísimaqueloremilparió, bajar de la torre por el asensor, y salir a tomar unos tragos con el molinero, que al fin y al cabo, tiene unos buenos tubos, y siempre está disponible.
La verdad llega, tarde o temprano. Sólo que a veces cuesta un poquito convencerse. Un poquito nomás.