martes, 29 de junio de 2010

¿Por qué llegás tarde?

Algo tan difícil de explicar, sin embargo, cuya génesis sale (o no quiere salir) de las fauces de un revoltijo de sábana y acolchado que intenta convencerme de que afuera no hay nada bueno, y de que todas las obligaciones que me llaman a gritos con tono de despertador son apenas una débil insistencia absolutamente portergable.
Empieza ahí, admitámoslo. Pero no es eso sólo. No, porque tampoco puedo explicar cómo puede ser que entre la cama y el baño haya un tunel del tiempo, cuando habitualmente ese trayecto se resuelve en cuatro pasos; cómo es que el inodoro se transforma en una eterna sillada de la contemplación del cerámico; cómo que el espejo me capta, con esa cara de mongui que no puedo creer que sea la mía, y que en breve tiene que transformarse en una cara socialmente aceptable, o algo así. No puedo creer tampoco que después de oír el pronóstico climático nunca termine de unir en mi mente los grados anunciados con la cantidad de abrigo necesaria (y que no me convierta en un oso polar ambulante), que nunca esté totalmente segura del mucho o tanto frío que hace en la calle, cuando yo siempre me despierto helada y me parece que afuera hace un frío de morirse. Mucho menos puedo racionalizar esas idas y venidas en las que inútilmente intento combinar lo incombinable y me convertirán en fracciones de hora en una transeúnte absolutamente ridícula, de las que sin duda han perdido una vez más la batalla diaria contra la moda, el buen gusto y esas reglas de combinación de colores (que tanto me cuestan entender con todas las luces, y que en ese trance de letargo neuronal ya se me presentan absolutamente ininteligibles) que tanto fascinan a las mujeres. Al alba, la escala cromática que perciben mis agudos sentidos puede resumirse en la alternativa entre un gris, un gris oscuro y otro gris más claro. Todo lo demás son sutilezas.
No sé realmente cómo puede ser que para vestirme tan mal, cepillarme los dientes mientras me pongo una media o un zapato, y salir perfectamente mal vestida y despeinada pueda tardar tanto.
Pero más allá de todos estos actos tan cotidianos como inexplicables, que hacen de cada mañana un momento crítico en el que la única frase que cuadra es “odio mi vida” y en el que siempre, sin falta y puntualmente, mi alboroto inútil por no llegar tarde contrasta con la imagen publicitaria de esa familia que se levanta cinco horas antes para desayunar, y tiene tiempo para hacerse tostadas, conversar en la mesa y exprimirse un jugo de naranja, retomo, entre todos esos actos incoherentes hay uno que se me presenta como certeza y es aquel en el que aún sabiendo que llego tarde, que estoy mal vestida y que una vez más la directora, o la preceptora del colegio, cuando no el jefe o jefa de turno, me va a mirar mal, aún así, me pierdo en el remolino de mi café con leche, calentado, eso sí, con mi cronómetro deficiente de fórmula uno, en un minuto de microondas. Pero esos minutos que pueden ser tres, cinco, o eventualmente diez, de mirar relajada el leve fluir blanco y marrón de mi taza confirman que detrás de todos esos hechos torpes e involuntarios, existe en mí el profundo e incorruptible deseo de llegar tarde.
Vaya a saber uno por qué.