miércoles, 16 de diciembre de 2009

Cuentas pendientes

A mis amigos conurbanenses, podris, a todos los hombres y mujeres sensibles del oeste, y al colectivo de El Río sin orillas, que escribió tan interesantes pensamientos, y de paso me recordó que me quedaba tinta en el tintero.

Tal vez tenía que pasar un tiempo, digamos, había que esperar a que se asentara el golpe. O como siempre, tenía que desoír algunos cuestionamientos más. ¿Por qué, si subo siempre al blog tantas bolud…por qué había omitido, seguramente, lo más importante que me pasó en el año? Considerando, claro, como importantes aquellas circunstancias en las que por poco no la contás, o quedás medio pelotudo, o con algo menos (como un ojo, o media dentadura, o alguna función cerebral).
Y no, lo omití deliberadamente, eso de que a la piba que escribe en veredas rotas lo que se le rompió fue la frente, el bocho, la capocha, y contra las vías del Sarmiento, y sí, también bastante lejos de casa.
Omití narrar tal vez uno de los hechos más narrables en lo que viví del año, el golpe por querer hacerme la lumpen (y el tren me explicó que no, que una cosa, como dicen los chicos, es tener amigos y hermanos por el conurbano, y otra cosa muy distinta es ser realmente una chiquita del conurbano), por querer saltar así como lo hizo el Pancho, por no animarme, y hacer todo ese movimiento extraño que hice, y que sólo puede reproducir verbalmente la maga.
No conté que el golpe fueron dos segundos, que me levanté en seguida, y que la frente me dolía tanto que sentía que me faltaba un pedazo de hueso. Cómo no contar ese viaje hasta el hospital con un cacho de Página ½ en la herida que Pancho me puso para que no saliera tanta sangre. Y después, el Panchito corriendo de acá para allá para que me atendieran en el hospital de Moreno, el Gonza que cada tanto me abrazaba para que no me derrumbara, la maga comprándome una golosina en un kiosco de afuera, esperando para recibirme con su ternura de siempre cuando en algún momento saliera de la sala de guardia. Y yo, que no me permití caer casi, que me guardé las lágrimas porque lo urgente era hacer algo con la herida (además de que para mi extraño razonamiento, a mí se me había partido el cráneo), que no quise asumir toda esa sangre en la cara y empecé a limpiarme frenéticamente con las gasas, mientras me imaginaba que la caja se había salvado milagrosamente (y la caja, como todo lo que venía con ella, como tantas otras cosas… se había hecho pelota).
Pero los chicos y yo sabemos que tal vez el golpe más duro no fue el que me abrió semejante tajo en la capocha. Mi golpe no era nada. Es decir, era algo, pero en relación con todo lo que vimos en esas horas de espera, de radiografía, y de esperar de nuevo a que me cosieran, realmente, lo mío no era nada. Un padre esperaba parado con el nene de un añito en los brazos, casi adormecido, con un alambre que le atravesaba la lengua. Una mujer inconciente en una camilla recibía las cachetadas suaves pero desesperadas del novio o el marido, que la quería despertar para preguntarle qué había tomado. Un nene con una herida en el pie que empezaba a hacerse gangrena, el mismo nene al que me surgió acercarme y acariciarlo cuando el médico le clavó una inyección en la herida infectada, porque en ese momento todos habían olvidado que después de todo no era más que un niño, y además de pincharlo era necesario que alguien lo calmara, lo acariciara, le dijera que ya iba a pasar, que después de eso no le iba a doler más nada. ¿Qué más? Tipos todos ensangrentados, ya no recuerdo mucho más, los chicos sí, el Gonza y Pancho, que me cuidaban mientras presenciaban igual que yo todo eso junto. El médico, sangre fría, que pensábamos que era cubano y al final era colombiano, iba para todos lados atendiendo. Y resulta que era cirujano plástico y tuvo la gentileza de coserme con la plástica, y no a lo matambre. Después, mientras me cosía, una chica de dieciséis años hablaba con la enfermera para atenderse porque se había hecho mal un aborto. Y ya ahí, en las finales de la aventura, escuchando eso, pensaba que ya era suficiente por ese día.
Salimos del hospital, y la maga con su chocolate y su ternura. Y yo, que no quería saber más nada, que me dolía la cabeza, no sé si por el golpe o por todo lo que había visto y escuchado en esas horitas.
La cosa nos había salido mal. La idea de irnos a pasear, el pasaje no pagado que lo pagamos caro, y yo con la cabeza rota. Pero de eso ni hablábamos. Solamente hablábamos de los nadies, de los que todos los días pueden caer en un hospital público, no por hechos circunstanciales, sino porque no tienen otro lugar para ir. Los que se cortan y llegan al hospital caminando porque no pueden pagar un remís. Los que van cuando ya está todo demasiado avanzado, cuando el dolor ya no se aguanta más, cuando la salud es apenas una alternativa y no la más esperada. Nosotros habíamos estado ahí, y aunque la herida de mi frente existía, se podía ver y tocar, sabíamos que no era nada. Que lo grave, lo irremediable, es esa otra realidad, la de los ignorados por toda la sociedad, los que se mueren de cualquier forma porque no tienen ni seguro médico, ni obra social, ni tu tía. Los que desde el vamos no tienen chance. Y yo usaba la gasa para limpiarme la cara, la misma gasa que en ese hospital habrá faltado más de una vez. Yo, que no tuve que esperar demasiado para que me atendieran, digamos la verdad (además de que Pancho rompió las bolas todo lo que pudo), porque me vieron blanquita. Los morochos, negros, cabecitas, o como quieran llamarlos, en general, son casi invisibles. Y ni se quejan, ni se los escucha. Viven acostumbrados a no ser vistos, a no tener, a no esperar. Viven lo que pueden y como pueden, hasta que se mueren, de dengue, de sida, de cáncer, de gripe, de infecciones, de lo que sea. Se mueren, y nadie lanza habeas corpus por ellos, nadie hace protestas ni juicios ni cuestionamientos severos. Son el porcentaje estable de pobres, de indigentes, ese que hace horrorizar a los señores y las señoras “bien” cuando sube más de lo esperado.
Sí, tenía que esperar un poco para escribir tal vez una de las pocas cosas que valen la pena ser narradas de este año. Después, las ausencias, las ilusiones que se rompieron junto a mi caja, las decepciones, el cansancio, las batallas perdidas… contarlos no vale la pena.
Tal vez sí valga tratar de hacer visible lo invisible por medio de mi escritura. Recordar junto a los que leen que en ese tren que me marcó hay gente que viaja todos los días, que lucha por sobrevivir, que no busca ni cree en un sueño fútil de progreso sino que la pelea para tener un plato de comida cada día, nada más. Que, no porque aceptemos una ceguera colectiva, la miseria va a dejar de existir. Que mientras nosotros los negamos, ellos, los nadies, siguen naciendo, viviendo y muriendo de la única forma que pueden.

Quería cerrar el año con esto, una cuenta que tenía pendiente.