martes, 17 de noviembre de 2009

Nosotros y la ortografia (Causas y consecuencias de los errores ortográficos de nuestras vidas)

Ponencia presentada en La Sorbona, en ocasión de la invitación efectuada por la cátedra Semiología de los hechos intrascendentes.

Presentación a cargo de la flamante escritora Ana Paula Marangoni:

Mientras muchas mujeres y muchos hombres creen que no han encontrado aún la pareja perfecta por cuestiones meramente sentimentales, les recomendamos que lean atentamente y que difundan la investigación realizada por la doctora Peralta, licenciada en Lingüística y doctora en Sociología, quien actualmente dicta el seminario “Gramática de las relaciones amorosas” aleatoriamente en las universidades de Harvard, Yale y Oxford.
La doctora ha realizado una minuciosa investigación en la que se descubren formas absolutamente erróneas de tratar el vínculo entre el hombre y la mujer. Hallar la media naranja, el amor de la vida o la horma del zapato, no depende del signo zodiacal que nos guíe, ni de la gravedad de nuestro Edipo, ni del color del aura, ni del sutil trabajo de alfileres que nos hizo un ex despechado (Ver Diccionario de ex, de mi autoría). Ni siquiera depende de las afinidades basadas en códigos culturales, conocimientos comunes o experiencias compartidas.
El problema por el que es tan difícil que hombre y mujer concreten una vida llena de felicidad y perdices es (y presten mucha atención) ortográfico. Sí, señores, netamente ortográfico.
El gran descubrimiento de la doctora es que no sólo las palabras, sino también las personas se clasifican según su acentuación: hay entonces personas agudas, graves, esdrújulas y sobreesdrújulas.
No dilato más mi introducción, y le doy la palabra a ella, eminencia en acentos humanísticos.
(Aplausos)

Palabras de la doctora Peralta:

Ante todo, me gustaría comenzar agradeciendo el espacio que bondadosamente me han cedido para exponer esta revolucionaria teoría, y la maravillosa presentación a cargo de la colega Marangoni. Sin más, vayamos al grano.
Muchos de nosotros en algún momento de nuestras vidas nos hemos preguntado para qué nos sirve aprender a clasificar palabras de acuerdo al incierto lugar en el cual recae una insignificante rayita que hemos dado en llamar tilde o, sencillamente, de acuerdo a la fuerza con que nuestras cuerdas vocales profieren una determinada sílaba. Pues bien, la presente investigación, basada en los fehacientes datos aportados por filósofos desocupados que duermen a las puertas del MIT (Massachussets Institute of Technology) arroja datos esclarecedores que nos permitirán develar el segundo misterio que preocupa al hombre contemporáneo (el primero es para qué nacemos): para qué estudiamos reglas de acentuación. Asimismo, este trabajo brindará a los docentes las armas necesarias para imponer sus clases sobre acentuación sin la menor resistencia por parte del alumnado. Finalmente, nuestra teoría nace con la ambición de que hombres y mujeres puedan abandonar ciertas creencias de corte animista o esotérico que francamente no le hacen nada bien a las relaciones humanas, por no hablar de las rancias costumbres que impone la virtualidad.
Para dar inicio al desarrollo de esta hipótesis, me gustaría citar al gran Joan Manuel Serrat, quien en ocasión de la presentación de su palindrómico alter ego (Tarres), lo definió con las siguientes palabras: “…En fin, él es esdrújulo en sí mismo. Le encanta ser esdrújulo. Yo le pregunto siempre por qué quiere ser esdrújulo… Sonríe y se va”.
Pues bien, ¿cómo sería una persona esdrújula?
Fantástica. Auténtica. En ocasiones, libérrima en cuestiones eróticas. Noctámbula y, bajo circunstancias especiales (muy especiales), romántica. Excepcionalmente una persona esdrújula puede mostrarse tímida, hasta rígida o melancólica, pero estas no son más que fútiles máscaras con las cuales los esdrújulos pretenden hacerse pasar por seres cándidos.
Relacionarse con este tipo de personas en general suele resultar algo tóxico, pero, para ser del todo francos, no es fácil escapar a los mágicos encantos de un esdrújulo. Aunque de algunos de ellos se diga que son funámbulos alcohólicos con cierta tendencia a terminar sus rondas noctámbulas de un modo patético: regados en vómito y balbuceando cosas en un idioma muy próximo al sánscrito) ¿Quién no ha soñado con modificar esos hábitos indómitos por la fuerza del amor? ¿Quién no ha querido redimir a un esdrújulo? Tarea titánica, si las hay, no han sido pocas las graves que han perdido los estribos en medio de tan noble causa, pero esa, por el momento, es harina de otro costal.
Las profesiones ideales para esta clase de personas son: músico, astrólogo, diplomático, climatólogo, enólogo, fotógrafo, meteorólogo y por lo general todos los ólogos que se les ocurran.
Los esdrújulos tienen una especie de relación particular con los sobreesdrújulos. Nada peor para un esdrújulo que la aparición sombría de un sobreesdrújulo en su límpido horizonte. Cuando esto ocurre, el esdrújulo cambia de actitud rápidamente, deja de ser un tipo relativamente macanudo para convertirse mecánicamente en un ser competitivo y vil. El asunto pasa (como todos podrán adivinar) por ver quién la tiene más larga, la palabra, claro está. Sucede que el esdrújulo no se resigna al hecho de que en estos asuntos, por más esfuerzo que haga, el sobreesdrújulo terminará ganando irremediablemente la partida, y esto es algo que el esdrújulo no puede soportar. A decir verdad, últimamente hay varios esdrújulos haciendo terapia por este motivo. Entretanto, y como es natural, los sobreesdrújulos se desentienden del problema fácilmente, saben que ortográficamente, a los esdrújulos únicamente les queda resignarse.
Pero dejemos a estos personajes y sus problemáticas por un rato, y pasemos a conocer a los graves. Tal como la palabra lo indica, son personas serias, en fin, graves. Para decirlo de un modo chabacano, ni chicha ni limonada, están a mitad del camino. Permanecen en un sano, y a veces ficticio equilibrio, entre los lisérgicos excesos de los esdrújulos y la fascinación que puede causar un agudo bien entendido. Van circunspectos por la vida. Parece que siempre estuvieran dando examen y no es fácil sacarlos de esa postura. Afectados, prolijitos, pertenecen a esa clase de personas que pueden llegar a pasar desapercibidas, hasta que un día sacan un cuchillo y hacen un baño de sangre. A no ponerse fatalistas ni amarillos, que si bien es cierto que los graves pueden tener un perfil un poco psico, también es cierto que la mayor parte de ellos son inofensivos. Aunque es preciso tener en cuenta que pueden llegar a ser aburridos en exceso, situación más que valedera para desencadenar un drama de alcoba, o la muerte de la pareja por aburrimiento.
Para que no crean que en lo que respecta a los graves todo es negativo, podemos decirles que son excelentes parejas si lo que buscan es llevar una vida apacible y sin sobresaltos. Las medias en los cajones (ordenadas en forma decreciente de acuerdo al tono del color) y los calzones doblados. Una vida peronista: de la casa al trabajo y del trabajo a casa, los domingos en familia y por las noches la vuelta al perro, besito y a la cama. El álbum de fotos ideal para mostrar en reuniones de sociedad y ante amistades ponzoñosas. Así que a no desesperar, que los graves tienen sus ventajas para quienes saben apreciarlas, que al fin y al cabo, hay gustos para todo.
Dentro de esta clasificación contamos con profesionales tales como abogados, contadores, profesores, corredores, viajantes, administrativos, bancarios, militares, etc. Pero atención, mucho cuidado con los contadores, en ocasiones pueden camuflarse y hacerse pasar por agudos, presentándose al grito de : –¡YO SOY CONTADOR!
En este caso lo que vale es recordar que nada es más gravemente aburrido que un contador, de esa forma evitaremos todo tipo de embustes.
Ahora pasemos sin más dilación a conocer a los agudos. Un agudo es, ante todo, una persona sagaz, sutil. Los agudos poseen cierta tendencia a la rebelión (generalmente justificada) y van en pos de aquello que les produce satisfacción (sea lo que sea). En ocasiones pueden pecar de hacer ostentación de su agudeza. Les interesa salir de lo común, es por eso que quienes conocen a un agudo por primera vez, tal vez puedan pensar que el susodicho está incurriendo en el pecado de la vanidad, al mostrar tan impunemente su erudición.
Ante todo admitamos que practicar el sano ejercicio de la comprensión con un agudo puede ser toda una complicación. Hay, para qué negarlo, ciertos agudos que son toda una contradicción.
La mayoría de los agudos apela a la razón y se aferra a ella con uñas y dientes, por eso es que en más de una ocasión los agudos pierden la dirección, y les resulta imposible tomar cualquier tipo de decisión. Buscan alcanzar la perfección mediante su pensar y, embarcados en esa empresa, suelen dejar de lado a su corazón (o intentan pensarlo, que es peor). Ésa es su perdición, cuando la razón se torna casi una adicción.
Usualmente el agudo es un ser capaz de amar con abnegación, aunque raras veces lo vaya a demostrar, por padecer de una importante timidez. Esto explica su habitual cerrazón en materia sentimental. En estas cuestiones, el agudo es, por decirlo mal y pronto, un cagón. Necesita, ante todo, un buen empujón, una señal, como quien dice. Si se trata de un cartel de una dimensión más que considerable, y con un nivel importante de exposición, es mucho mejor. Dado que en el caso del agudo, no solamente hay que batallar contra la timidez, sino también contra la palmera, todo tiene que ser presentado con claridad, sin dejar lugar a dudas, la duda lo lleva a pensar, y ahí todo vuelve a empezar. (Sobre la univocidad de los mensajes y los desencuentros comunicativos en el siglo de las comunicaciones os remito al trabajo de la doctora Marangoni: Motivos de una mujer para no creer que ese hombre no está enamorado de ella).
El agudo bien entendido puede llegar a deslumbrar, generando una gran atracción entre quienes gustan del humor ácido. En ese caso, nada mejor que un agudo, conocido popularmente como el limón de la carcajada. El agudo también sabe cómo brillar y darle sabor a una discusión inteligente, abriendo el camino hacia una meditación que lleve a una conclusión profunda, porque ante todo, el agudo es un intelectual. A pesar de ello, los agudos saben muy bien cómo disfrutar de un buen momento de diversión, y se anotan en cualquier tipo de festín. Son dueños de una gran imaginación que les permite dedicarse a tareas vinculadas con el arte (editor, narrador, escritor, pintor, escultor, actor, etc.).
Habiendo conocido las diferentes tipologías, veamos ahora cómo se interrelacionan en el plano amoroso.
Los Esdrújulos pueden lograr una convivencia pacífica con otros esdrújulos. Irán juntos a fiestas de la farándula, se mostrarán, excéntricos en eventos públicos. Íconos del éxito, para ellos, ser fantásticos es un hábito. Esta dinámica puede funcionar, si ambos son auténticamente esdrújulos (en caso de que alguno de los esdrújulos descubriera su ascendente grave, las cosas podrían complicarse, como veremos enseguida). Si la autenticidad esdrújula permite que la relación funcione, el resultado puede ser el de una pareja frívola, que derrocha júbilo con ínfulas de estar siempre en la cúspide.
Los sobreesdrújulos suelen entablar relaciones duraderas y amorosamente estables con los esdrújulos, convirtiéndose en los terceros en discordia, y ganándose, una vez más, el odio de los esdrújulos.
Los graves tienen, en ocasiones, cierta tendencia a ir tras los esdrújulos, es que los pobres a veces se aburren de sí mismos, y buscan un complemento. El caso es que cuando los esdrújulos advierten esto, huyen despavoridos. No podrían estar junto a un grave ni con toda la buena voluntad del mundo. Claro está que para que nadie pierda las esperanzas, se han inventado las excepciones, y es por eso que una pareja entre un esdrújulo y un grave podría funcionar si y sólo si el esdrújulo se encuentra en rehabilitación a causa de alguno de sus excesos. En tal caso, nada mejor que un grave para poner algo de orden en la vida esdrújula.
De más está decir que los graves son perfectamente compatibles entre sí, conformando eso que hemos dado en llamar: RETRATO DE UNA FAMILIA CON PERRITO. Esto es, parejas sin fisuras (al menos a la vista). En cambio, la relación entre los graves y los agudos no es la mejor. Los agudos no soportan la llanura de los graves, sus vidas sin conflicto ni profundidad. Se aburren con un grave, y se ofenden un montón frente a los vanos esfuerzos de ciertos graves por parecer agudos. Sin embargo, como siempre, todo tiene un punto de inflexión, donde hay lugar para una excepción. Tal es el caso de un agudo que, atosigado por su cerebro, decidió unirse a una grave con el fin de llevar una vida normal y menos atormentada, intentando, ante todo, priorizar sus sentimientos, para llegar a ser feliz.
Vale decir que los agudos también suelen caer rendidos a los pies de los esdrújulos, quienes ejercen sobre estos una especie de insana fascinación. Los esdrújulos encienden la pasión de los agudos, ya que para ellos representan la liberación de las ataduras de la razón. Esto es así porque los esdrújulos van por la vida esquivando todo tipo de complicación. Se acentúan siempre para no detenerse a pensar dónde llevan el acento o si están amparados por alguna excepción. Son llanos para las reglas, no se interesan mucho por las sutilezas de la pronunciación. En cambio, los agudos, son muy afectos a las reglas de acentuación. Para ellos es casi como una tradición hacer portación de acento. Más que nada, aman poner las tildes sobre las íes, y ahí es cuando irremediablemente se pudre todo: el esdrújulo, ajeno a las fútiles elucubraciones del agudo pone nuevamente pies en Polvorosa y huye despavorido. Es por eso que desde aquí sostenemos que la relación entre un esdrújulo y un agudo puede funcionar en tanto al agudo no le de por agudizar su genialidad y el esdrújulo haya entrado en una suerte de etapa abúlica, por la cual ya no le interese convertirse en el faro de un mundo frívolo.
A muy grandes rasgos, ésta sería la forma en que los diferentes acentuados se relacionan entre sí. Sólo nos resta por conocer qué pasa cuando cupido flecha a dos agudos, para eso, me gustaría cederle la palabra nuevamente a mi colega, Ana Paula Marangoni, quien como yo, se reconoce como una mujer aguda.

Palabras finales de la presentadora:

Lo más complejo, luego de la comprensión de esta exhaustiva descripción, es reconocerse a uno mismo en la correcta clasificación. (Yo, como mujer aguda, he querido pasar muchas veces por esdrújula, y además he tenido la muy mala desgracia de cruzarme con muchos hombres graves, y algún que otro agudo, combinación siempre indeseable, la de un hombre y una mujer agudos, que casi irremediablemente culmina en una lluvia de objetos, en el mejor de los casos. Esta combinación suele además incluir los más increíbles casos de estafas post matrimonio, venganzas, o peleas que continúan a lo largo de toda la vida, con la misma efusión con la que antes se mantuvo el vínculo amoroso.)
Una vez que la persona ha llegado a su correcta clasificación ortográfica, es importante que analice minuciosamente a la persona amada para poder clasificarla correctamente. La doctora, en algunos casos, se encarga de asesorar a los dudosos personalmente (dudosos entre los que me cuento debido a que mi agudeza cuenta con un ascendente esdrújulo, y algunos estados de ánimo me empujan a la gravedad), ya que es importante contar con un profundo conocimiento gramatical, en especial cuando la persona es una excepción a la regla.
Por eso, si puede atender a esta recomendación, no pierda más tiempo comprando horóscopos, consultando el tarot, pagando a brujas, chamanes, líderes espirituales, o curanderos. Cómprese un buen libro de gramática, y todos sus problemas amorosos se verán a la brevedad solucionados.

lunes, 2 de noviembre de 2009

Los dormidos

Hay quien dice que viajar en colectivo despierta insospechados juegos de seducción entre los viajantes, quién sabe por qué. Algunos opinan que es precisamente la circunstancia de hallarse frente a personas que difícilmente volvamos a ver la que despierta todo tipo de fantasías. Otros manejan teorías que relacionan el deseo físico con el, digámoslo así, traqueteo del colectivo, pero estas han sido oídas en reuniones poco protocolares, en horarios poco transitados por la seriedad y en boca de personas que anteriormente ingirieron toda clase de sustancias tóxicas, por lo cual evitaremos estas explicaciones más cercanas a la grosería, y dejaremos en suspenso este misterio de la seducción bondilera.
La escribiente admite ser presa de dicha seducción y concuerda junto a otros testigos en que “desde arriba es otra cosa”, y que sin exagerar, le parecen lindos “todos los tipos”. Incluso ha presenciado la ruptura del hechizo cuando, al bajar detrás de alguno de estos anónimos galanes, comprobó, ya con los pies en tierra, que el Adonis no era más que otro pibe de lo más común, y hasta medio “feucho”.
¿Quién no se vio alguna vez entregado a un juego de seducción, quién no se abandonó a un juego de miradas, breves palabras, insinuaciones, galanterías, precisamente agradable e intenso por tener la sentencia final cuando alguno de los dos baje del colectivo?
Por eso, historias de seducción en el colectivo hay muchísimas. He aquí algunos casos:

Marín Gómez se tomó el 106 un sábado a la tarde. Tuvo esa mala suerte de sentarse en los asientos que están al revés de la dirección del vehículo, al revés de la lógica, y al revés de toda sensación que pueda indicar placer. Sin embargo, esa desventajosa ubicación le permitió contemplar a la chica más linda que alguna vez vio arriba de un colectivo. Tan hermosa era, que aunque trataba de disimular no podía evitar mirarla cada cuadra y media. El asunto es que en algún momento advirtió que la muchacha también lo miraba, digámosle, cada dos o tres cuadras. Cuando, cada tres o cinco cuadras, sus miradas coincidían, Martín percibía, o creía percibir, que aquel ser dotado de tanta belleza lo miraba a él con el mismo interés.
Martín tenía que bajarse, pero antes, decidió una vez en la vida guiarse por su intuición, y confiar plenamente en su capacidad de seducir a primer vista. Así que anotó su número de teléfono en el boleto, y encaró derecho para la dama. Si se imaginan la cara de la muchacha al ver que un desconocido se le para enfrente, le da un papel, y le habla en un tono de voz lo suficientemente alto como para que lo escuchen todos los pasajeros, incluyendo al colectivero, por favor coloquen en esa expresión todos los matices que puede lograr la vergüenza en un instante. Las palabras exactas se han perdido en el camino, y en los sucesivos relatos de Martín han llegado a ser seguramente, mucho más valientes y heroicas de lo que fueron en aquel preciso momento. Pero lo que sí podemos asegurar es que el pibe se la jugó, le dejó su teléfono y se bajó, rompiendo el tabú de las miradas, perforando el imaginario de “lo que podría haber sido”, y hacer realidad el deseo aunque sea por un momento.
Un caso muy distinto es el de Natalia Valenzuela, quien se divertía precisamente a costa de los hombres enamoradizos y corajudos como Martín. La damisela se entretenía deslizando miradas furtivas al muchacho que le parecía oportuno. Y si este se bajaba, en el momento en que descendía por las escaleras, o peor aún, cuando ya se había bajado, entonces le clavaba una mirada llena de deseo, precisamente resguardada en la circunstancia de que ya no había posibilidad alguna de que el hombre en cuestión tomara cartas en el asunto. Hay quienes dicen que el juego de Natalia es de una crueldad impensable. Otros opinan que al menos les regalaba la ilusión de una conquista inexistente. Algunos cuentan que un día se quiso hacer la viva con un tipo que corría carreras. El atleta de patas largas, que hacía bastante que no tenía una conquista callejera, corrió el bondi dos cuadras y en un semáforo lo enganchó de nuevo. Dicen que del espanto de esa vuelta, y de la vergüenza con la que lo tuvo de rechazar, asegurándole que estaba equivocado y que ella no le había tirado ningún beso, dejó de ser una simuladora de conquistas, y ahora se dedica a leer o mirar vidrieras desde la ventanilla.
Pero la historia que más me gusta de todas las oídas por ahí, es la de los dormidos. Clara volvía de trabajar, un miércoles, lo suficientemente cansada como para dormirse de un tirón en toda la hora de regreso hasta su casa. Por suerte consiguió un asiento rápido, lo que, con el sueño que ya torturaba sus piernas y el colectivo abarrotado de cuerpos cansados, le pareció una bendición. Así que se sentó, y se entregó al sueño. Primero deslizó su columna por el asiento, entreabrió las piernas lo más cómodamente posible, y coronó su descanso apoyando la cabeza contra el respaldo de atrás. El calor, el movimiento del vehículo, no impedían para nada su descanso, sino que lo alimentaban y lo hacían más profundo aún.
De pronto, alguien la despierta. La señora que viajaba del lado de la ventanilla tiene que viajar. Se para, la deja pasar, y avanza hacia el fondo, feliz por la nueva ubicación. Advierte que hay un hombre vestido de traje, algo corpulento, con expresión cansada. Clara se sienta, se acomoda nuevamente, y con los ojos cerrados comprende que el hombre de traje se sentó a su lado. Se entrega nuevamente al sueño, pero su atención está repartida entre ella y la nueva presencia a su izquierda. Su cuerpo permanece tenso, abre los ojos, observa que el hombre de traje está en la misma posición que tenía ella antes: la cabeza hacia atrás, los músculos de la cara relajados, las piernas entreabiertas. Clara entonces se entrega también al sueño. Las piernas de él rozaron las suyas, pero no le molestó, los dos compartían el mismo cansancio, el deseo feroz de entregarse al sueño durante una hora.
No sabemos en qué momento, Clara reclinó su cabeza sobre el hombro de él. Y así siguieron el resto del viaje, sosteniendo su pacto de sueño, él rozándole la pierna, ella reclinando su cabeza, compartiendo una entrega que los trascendía a ambos.
Clara bajó primero, y antes de no volver a cruzarse, se deslizaron una sonrisa que mezclaba algo de galantería con complicidad.

domingo, 1 de noviembre de 2009

Extraños doctores…

Hacía un buen tiempo que no recurría a “ese tipo de doctores”. Elena admitía para sus adentros que era una consulta que evitaba, por su extrema vergüenza ante la desnudez, y especialmente, por esa sensación tan extraña que le producía estar perfectamente vestida de la cintura hacia arriba, mientras que su parte más vulnerable se encontraba absolutamente expuesta. Esa incongruencia que la transformaba en una absurda sirena, mitad socialmente aceptable, mitad ridiculizada, le causaba un sufrimiento difícil de explicar que se agravaba con la absurda posición exigida, las piernas excesivamente abiertas, su cuerpo que comenzaba a sudar de un modo tan absurdo como inexplicable, delatando una vergüenza inaceptable para una mujer de su edad.
Entonces, Elena en la sala de espera, leyendo para distraerse, observando de reojo a las mujeres que esperaban junto a sus bebés para pasar a la sala de obstetricia que se encontraba al lado. Pensó unos instantes en la proximidad de las salas, indicada una como la continuidad natural de la otra, algo que aún le resultaba difícil de aceptar (y todavía a su edad…), lo que le hacía justificar su rechazo hacia la primera sala, algo así como una resistencia secreta a una futura maternidad.
Mientras tanto, Elena, enfrentada a la cotidianeidad de una lectura distraída, que no se proponía como fin, sino como excusa para no esperar de brazos cruzados, para no pensar con demasiada insistencia en nada: ni en la novela, ni en ella, ni en lo que le deparaba en la puerta de al lado.
Entonces, la puerta se abre con definición y delicadeza, una voz pronuncia su apellido como un interrogante absoluto, un nombre que podría ser el de cualquiera de las mujeres presentes en ese angosto pasillo, hasta que coincide con la cara, el cuerpo, y la voz de Elena, que contesta débilmente “sí, soy yo”, como una niña que dice tímidamente “presente” en su primer día de clases.
Las miradas se encuentran fugazmente, y luego, Elena se levanta para seguir al médico con su movimiento torpe de siempre: primero se levanta y luego guarda el libro en la cartera mientras camina, colocando el señalador, y sosteniendo con la otra mano un saco, en un intento desesperado por no dejar caer nada.
Ingresan a la sala, y es Elena quien cierra la puerta. Lo primero que pregunta el médico no es cómo anda, ni como se siente, ni por qué vino. Ni siquiera recae en el lugar común del pronóstico sobre el clima. Le pregunta qué estaba leyendo, y eso la desplaza a ella de su incomodidad, la traslada a una conversación despojada de inseguridades, y comienzan a intercambiar comentarios sobre autores, los dos compartiendo un territorio cómodo para ambos. Él es un hombre inteligente, piensa Elena, y no se nota sólo en el contenido de la conversación; se advierte en su forma tan cortés de hablar, de elegir las palabras, de evitar los lugares comunes, de generar confianza en este primer encuentro. Además es un hombre atractivo, y eso también la anima.
El biombo es ridículo. Lo sabe el médico, lo sabe la paciente, lo sabemos todos. Sin embargo, Elena aguarda a que él se lo extienda, para preparar su metamorfosis: sirena del ridículo, del medio despojo, del sueño nudista en la vía pública. El biombo, entonces, tiene la función de marcar que ese desnudo no es igual al de ella frente a cualquier hombre (desnudo en el que Elena particularmente jamás siente vergüenza). Es el límite entre el erotismo y la profesionalidad que exige la medicina frente a la anatomía humana, incluso con las partes distintivas de la sexualidad. El biombo indica que “vagina”, esta vez, es una palabra más del diccionario. Pero el biombo está extendido a medias, advierte Elena. Sólo para dejar en claro que su función es absolutamente protocolar, y que ambos lo saben.
El ritual de la revisación comienza sin demoras, y si bien ella suele sentir dolor, esta vez admite que le duele un poco menos. El médico suavemente lleva hacia fuera sus rodillas cuando la incomodidad la lleva a cerrarlas instintivamente, y entonces ella se deja llevar, conteniendo el aire con la mente en blanco.
Finalmente, el ritual concluye exitosamente. Con una elegancia inusual, él le toma la mano para bajarse de la camilla, como un caballero ayudando a bajar a una dama de un carromato. Sólo que su mano está empapada por el sudor, y ella se sonroja, y se pregunta qué pensará el doctor de aquella pegajosa sensación.
Restaba que el doctor examinara sus mamas. Elena se viste de la cintura hacia abajo, y se descubre de la cintura hacia arriba. De pronto algo cambia. Este desbalance la iguala a la auténtica seducción de las sirenas. Su cintura, sus hombros, sus pechos de mujer joven hacen sonrojar levemente al médico. Elena sin saber por qué cierra los ojos y se entrega a la imaginación. Con los ojos cerrados visualiza su cuerpo desnudo por completo, entregado a las manos, a la boca entreabierta del médico, y sus partes bajas se cubren de humedad.
- Señorita, ¿se siente bien?
Elena reacciona, y se descubre abriendo los ojos, apoyada en la camilla, y se avergüenza de encontrar en su rostro un gesto inexplicable de placer. El médico la observa algo perplejo, y le dice secamente que está todo en orden, que a los quince días ya tendrá el resultado de los estudios.
Elena se viste rápidamente, con el deseo de estar ya en otro lado, absolutamente abochornada por haberlo estropeado todo.
Elena se escapa, ya con una seriedad que le transforma el rostro, y en el momento en que se despide, el médico la detiene y le da una tarjeta.
- Por si me necesita…-dice tímidamente, como un niño pidiendo permiso a la maestra para ir al baño. Y la puerta se cierra, con la misma delicadeza con la que se abrió.
Elena sonríe, y guarda el número de teléfono. Tendrá que cambiar de médico.