martes, 14 de julio de 2009

La mañana

La mañana
Me toca hoy escribir sobre un tema al que la literatura ya le debe muchas páginas. Pero será por la conjunción de momento especial y reiterado, que me resulta indispensable continuar rindiéndole tributo. Porque la mañana sigue siendo, a pesar de su repetido acontecer, una suma de instantes difíciles de desentrañar. La mañana, o el despertar, que aunque todos los días suceda, para cada uno y en cada oportunidad puede ser diferente. Para algunos es un colchón calentito y una modorra que se estira en el transcurrir del tiempo, que en estados posteriores de conciencia nos infunde la duda de lo que seríamos si acaso superáramos esa cotidiana demora que arma la ecuación perfecta entre el placer y la inutilidad absoluta, y nos compara desdeñosamente con los cuerpos inertes, las larvas, las amebas y paramecios (información inútil sobre cuerpos unicelulares que todos sabemos, y ya que estamos, para que sea un poco menos inútil, la escribo).
Las mañanas son de lo más multifacéticas. Nos pueden sorprender con un mal humor descollante, con odio al mundo y a todo ser despierto sobre la tierra. O pueden encontrarnos con despertares de esos repentinos, en los que uno se cae del colchón, y sin que nadie pueda explicarlo nos descubren barriendo una vereda, acomodando un ropero, corriendo en una plaza o yendo a comprar el pan.
El estrecho pasaje que nos separa del reino de los sueños (o el surrealismo, o el inconsciente, o quien sabe qué más) puede regresarnos al reino de las realidades con angustias, miedos, deseos sexuales, recuerdos muy antiguos, o una sensación de trivialidad absoluta. Puede requerir al menos media hora de mirar el techo, que aunque sea interpretado por los cuerpos necios como simple holgazanería, sabemos los entendidos que el despertante está envuelto en terribles u oscuros pensamientos. Y que los golpes auditivos del despertador o los gritos de alguna matrona sólo logran aumentar el indescriptible desamparo de quien está pasando tan horrible trance.
Pero hay una, que a fuerza de imponerse por torpe, atroz, violenta o automática, resume más que otras lo trágico de este momento. Es la mañana que nos arranca forzosamente del colchón, nos sacude con golpes espasmódicos de agua, sensación térmica, café con leche a los apurones, y sin que nos demos cuenta, nos sorprende caminando en la calle, o esperando el colectivo, o viajando en él, o llegando a destino. Y digo “o” precisamente porque el fatal hábito logra abrirnos los ojos, pero uno nunca sabe en qué momento preciso retorna el alma al cuerpo, la conciencia a la mente, y entonces sí reconocemos efectivamente que estamos despiertos, para bien o para mal.

Una mañana
Sucede que todo este preámbulo no era para filosofar vanamente (o no era sólo para eso), sino para darle el merecido lugar que han tenido los pensamientos de Alicia una mañana que parecía bastante igual a las demás. Solo que, mientras caminaba hacia la parada de colectivo, y su alma entró en una brusca colisión con su frío cuerpo, descubrió que sus pensamientos eran demasiado profundos para obrar como bisagra entre formas tan disímiles de existencia. Que comenzar su día planteándose lo que durante días enteros había permanecido sin plantearse era acaso un extremo de lucidez, podríamos decir, absurdo.
No vamos a aclarar qué era aquello en lo que Alicia pensó. Sólo basta decir que era algo que evidentemente la torturaba, en ambos reinos, y probablemente también en otros posibles. Podemos imaginar recuerdos demasiado vívidos, que se confundían con un presente demasiado nebuloso, y dos “demasiado” que se mezclaban contradictoriamente en su mente no la dejaban en paz.
Entonces Alicia pensó, clarito, mientras caminaba hacia la parada, “dejarlo ir, tengo que dejarlo ir”. Y no podemos saber si se refería a alguien en particular, a un recuerdo, o simplemente al pasado, como una gran amplitud de ella misma, que ya no era ella, y ya no le servía.
El día era entonces un abanico de posibilidades. ¿Lo era realmente? Debía ir a trabajar, pero también podía llamar, fingir una enfermedad, y hacer simplemente otra cosa. Claro que una vez en el colectivo era mucho más fácil dejarse llevar por la musa de los hábitos y la comodidad, y sencillamente ir una vez más a trabajar (así como es más fácil creerse enfermo y seguir durmiendo cuando aun se está en la cama). Entonces, si ella no iba a su trabajo, aunque no tuviera justificación de ningún tipo, sería esta una opción legítima.
No. Era todo ridículo. ¿Y qué cambia un día, si al otro las cosas volverán al orden habitual? ¿Y de qué le serviría dar vueltas por la calle, si al fin y al cabo, tampoco sabía muy bien qué podía hacer? Podía ir al cine… aunque todavía era muy temprano y tendría que hacer tiempo en un bar. Y no tenía nada para leer.
Alicia se encontró con que realmente no sabía qué hacer. Con que el gracioso abanico era una lista en blanco, más bien transparente, y en medio del bamboleo y del amontonamiento de gente, le parecieron todos sus planteos demasiado ridículos.
Iría finalmente a trabajar, como todos los días. Dejaría que el día se suceda a fuerza mecanismo y costumbre, sin que le ocurra nada extraordinario, nada digno de mención cuando esa sucesión de horas se condensara en un relato de lo vivido frente a un plato de comida. Porque, qué era la vida, al fin y al cabo, sino una sucesión de actos y movimientos imperceptibles. “Como el movimiento de la tierra”, pensó. “La tierra gira y no nos damos cuenta”. Y acaso las sorpresas, las novedades, los exabruptos de éxtasis o dolor eran breves interrupciones del lento girar anestésico de la vida. Y fue así que en el giro concéntrico de sus pensamientos, por momentos lento, y por momentos abrupto, descubrió que tal vez añoraba uno de esos vuelcos excepcionales de la vida.
Un vuelco. Sí. Era lo que definitivamente necesitaba. ¿Pero qué podía ser eso en este momento de su vida?
De pronto miró sobresaltada por la ventanilla. La marea de pensamientos matutinos tan inusuales la había distraído de tal forma que ya estaba llegando a Retiro. De momento se paró bruscamente, y entre codazos se acercó hasta la puerta. Pero antes de tocar timbre, algo la detuvo. Siguiendo una lógica de conformismo, la misma que la había convencido de cumplir con sus obligaciones, era más fácil ahora renunciar a ellas que volver a Almagro, donde estaba la oficina de seguros médicos. Decidió serenarse y esperar quince minutos. En poco tiempo cambió el paisaje, el colectivo se vació y podía esperar tranquila hasta llegar a la Terminal.
Fue la última en bajarse. Podía tomarse otro colectivo, o el tren, pasar el día en otro lado, o simplemente dar vueltas por ahí. Sintió que después de tanto tiempo, su mañana era un verdadero comienzo.