domingo, 22 de junio de 2008

Alerta al caro cuore

Esta nota está destinada principalmente a las señoras y señoritas, de toda edad y todo credo. Solapadamente, a los hombres, para que sepan que algunas mujeres estamos al tanto de la alarmante situación.
El tema que me hace levantar la pluma, alzar el lápiz, sacudir la birome, o teclear a lo pavote es más que delicado. Me cuesta entrar en tema, y caracoleo con las palabras nomás de pura vergüenza para entrar en la cuestión. ¿Cómo hago para expresar mi seriedad, mi preocupación, mi científica información sobre el asunto? Nomás largue, ya me van a andar chacoteando. No me importa. Largo. La cosa es bastante grave como para achicar ante las críticas de los siempre incrédulos.
En fin, existe, en materia de lo sexual, una finísima cantidad de detalles en los que hombres y mujeres definen su temperamento. No me referiré a asuntos tan comentados y banalizados, referentes a tamaños, duraciones, cantidades y cualidades. Sólo hablaré del pequeño instante en que el hombre se atreve, con pasión, ternura, o gran desesperación, a desabrocharle el corpiño a la mujer. Sépase, las mujeres pueden evaluar la experiencia masculina en este exquisito detalle, sin siquiera ser tocadas en un solo centímetro de piel.
Entrando en materia, existen cuatro clases de hombres deducibles a partir de esto. Los primeros, son los iniciados o principiantes, que descubren en el momento crucial, que el corpiño está aferrado a la joven según un complejísimo sistema de “cositas que se abrochan”, que deben ser por lo menos quinientas. El joven fingirá ocultar su desesperación besando a la amada o poniendo cara de nada. Pero en su mirada clavada en el techo de la alcoba se leerá su profunda desesperación. La doncella, si en ese instante decide completar el ritual con el joven inexperto, puede dejarlo probar unos cinco minutos y luego, con una sonrisa de “no pasa nada, yo tardé muchos años en aprender a abrocharme esto (y todavía a veces me cuesta)”, realizar personalmente la tarea del “desabroche”. Algunas mujeres, luego de varias ocasiones, hasta se han animado a tomar la prenda, mostrarle al joven el complejo mecanismo y repetir la operación una y otra vez hasta que el hombre es un experto. Esto no es muy recomendable, ya que por lo general, el amante, ni bien se convierte en un experto, abandona por pudor a la dama “iniciadora”.
La segunda clase, es de los que logran la tarea luego de un notable esfuerzo. La dama nota a primera vista que él no es virgen, o por su edad, o por la velocidad con que el hombre movió sus manos sobre el cuerpo de la mujer. Pero un leve nerviosismo, unas gotas de sudor en la frente, y tal vez una mirada remotamente parecida a la del joven de la primera vez, revelan que “no domina tan bien el tema”. En ese caso es preciso dejarlos operar, ya que facilitarles la tarea quebraría su orgullo. Es posible que estos hombres hayan sufrido un largo período de abstinencia, o hayan tenido experiencias remotas y aisladas. Suele suceder también con hombres que hayan estado mucho tiempo con la misma mujer, y se estén enfrentando sorpresivamente con una nueva marca de lencería. La dama puede aceptar la adaptación con resignación, o en el último caso, cambiar las marcas de corpiño hasta dar con la que usaba la amante anterior. Esto último no es recomendable. En primer lugar porque se puede ir al demonio el presupuesto en esta búsqueda desesperada. En segundo lugar, porque hallar la lencería indicada puede causar reminiscencias en el amante, y provocar una repentina reconciliación con el amor del pasado.
La tercera clase es de los que han entrenado sus manos con una habilidad inusitada. Un breve repique de dedos en la espalda, y la prenda ya se abre bondadosamente. En el gusto de las mujeres dejo la preferencia por este tipo. Se entiende que han lidiado con todo tipo de corpiños, modelos, y marcas. Nacionales e internacionales. Su conocimiento de la causa deja a las mujeres entre la admiración, la perplejidad y un miedo feroz a los cuernos.
Pero existe también una cuarta clase, la que me impulsó a repiquetear el teclado, la que me trajo con vueltas y vueltas hasta este punto, y los hizo pasar por catálogos harto conocidos. Hay una clase de hombres cuyo poder libidinoso, cuya ansia instintiva, cuya pulsión egoísta los ha llevado fuera de los límites establecidos. Son los que por la calle, en reuniones sociales, actos oficiales, e incluso en alguna clase, logran con su mirada desabrochar los corpiños. Sí señoras, estos hombres, los “desbrochacorpiños”, pueden con la mente realizar el sutil trabajo, dejando a la dama, muy joven o muy vieja, preferentemente tetona, aunque no es requisito excluyente, en una embarazosa situación. He aquí algunos testimonios:
“Yo iba en el colectivo, parada. El bondi estaba lleno. Venía re colgada escuchando el mp3 cuando de repente se me desabrochó el corpiño. Nadie se dio cuenta, pero a una le parece que todo el mundo lo nota. Te ponés colorada y empezás a traspirar y a mirar para todos lados. Sabés que no podés cruzar las manos para atrás y tratar de abrochar porque ahí sí que se nota, así que no te queda otra que seguir así, hasta que llegues a tu casa, o puedas entrar a un baño, que se yo. El tema es que tenía un corpiño que es re duro, y me sorprendió. Empecé a mirar paranoica para todos lados, pero nadie me miraba, estaban todos en la suya. De repente me di cuenta de que un tipo que estaba adelante de todo, me miraba entre la gente. Tenía como una sonrisa. No sé. Me pareció que se daba cuenta y que lo disfrutaba. Cuando vio que lo miraba se hizo el pavo, pero yo sabía que cada tanto me miraba y se reía”. (Testimonio de Laura, joven “tabla”de veintipico, de Villa Urquiza, camino al centro)
“Estaba hablando con mi jefe, un hombre muy serio, cuando de repente baja la mirada a la altura de mis pechos, y sin más ni más, se me desbrochó el corpiño. Yo me puse muy nerviosa y busqué excusas para terminar rápido la conversación. Él, como si nada. El tema es que comentando el papelón con unas compañeras de trabajo, confesaron que les había pasado lo mismo. Nos quedamos heladas, y después de eso, entrábamos con escotes a la oficina del jefe a ver si pasaba de nuevo. Pero se ve que se avivó, y nunca volvió a pasar nada.” (Maribel de Quilmes, una treintañera provocativa)
“Estaba dando clases cuando de repente pasó. Me puse nerviosa, pero traté de que no se dieran cuenta. De repente veo en el fondo, un alumno que me miraba muy fijo, con una expresión rara. No sé, pero en algún momento se me cruzó que el pibe había provocado maliciosamente el incidente.” (Eleonora, profesora de Teoría y análisis en la facultad de Filosofía y Letras)
A esta altura, o se aburrieron, o piensan que estoy loca. Se burlarán, se reirán, pero sé que nadie es profeta en su tierra. Sepan las mujeres que si les sucede el accidental desabroche en un lugar público, realmente nadie lo nota. Pero si buscan atentamente entre la multitud, tal vez encuentren una mirada buscona, llena de deseo, que entre la admiración y la curiosidad ha provocado el fatal accidente.
Para servir a la sociedad,
una científica anónima.

Carta a un piropeador...

Estimadísimo señor de la esquina:
No sabe usted lo que significan para mí sus palabras matutinas. No me malinterprete: esto no es un “me gustás”, ni nada parecido. Supongo que en su recorrido usted desperdiga su “buen día, bonita” o “buen día bombón” por medio ciudadela. No me importa. Usted me hace bien. No sé a las demás. Capaz que ellas se ofenden. Bueno, yo no. Y no tiene nada que ver con sentimientos encontrados. No le conozco la cara y jamás buscaría encontrar sus ojos con los míos. No soportaría que la cosa se pasara de castaño oscuro. Que de ese saludo inofensivo, pasajero, usté se vaya poniendo confianzudo, pesado, molesto, hasta llegar al decime tu nombre chiquita, que no sé qué, que cuándo nos vemos, o se anime a pronunciar una barbaridad de esas que sí molestan, y yo termine insultándolo y mandándolo a la reputísimaqueloreparió. Bien, no soy tonta. Sé que apenas un gesto de aliento puede desencadenar una serie de hechos irreversibles, más para mí que para usted. Porque repito, no soy ingenua. No sé a cuántas (y realmente no me importa) les tira en la cara el buen día bonita, cuántas pasan por su lado, por casualidad o por obligado recorrido. No sé si soy su preferida, una más, o la única piropeada. Sé que sus palabras me hacen sentir en efecto linda, mirada, observada. Paso, y usted no tiene perfume, ni facciones. Apenas fijo la vista en su overol celeste. Usted no sabe que yo me siento tan bien. Porque no lo miro, no hago gestos. Tampoco lo rechazo, claro. Tampoco lo miro mal, tampoco lo insulto. No sé si usté es un intuitivo de las almas femeninas o un animal de impulsos masculinos. La cuestión es que yo puedo sentirme triste, arrugada, abatida, fea. No importa, todas las mañanas, o casi todas, cuando la casualidad nos cruza en el mismo instante, opera el milagro. Por un instante soy linda, observada, increíblemente atractiva. Esa esquina desvencijada me devuelve el mejor de los espejos, desmintiendo todos esos otros en los que me veo gorda, cansada, grotesca.
Le decía, usted no lo sabe, y no se lo puedo mostrar porque ya ve cuáles serían las consecuencias. Usted pasa y yo, rictus en la cara. Pero cuando su espalda ya se eclipsa con la mía, cuando usted ya está pensando nuevamente en el trabajo, en el clima del día, o en la próxima doncella, una sonrisa amplia, radiante y plena se me dibuja en la cara.
Nunca lo sabrá, pero gracias.
La mujer del tapado a cuadros